The End of the Tour,
una aproximación al hombre David Foster Wallace
Es The End of the Tour (2015) una aproximación al novelista norteamericano David Foster Wallace, considerado el mejor escritor de su generación, conocido especialmente por su mastodóntica novela La broma infinita.
La película se basa en el libro que publicara el periodista David Lipsky dos años después de la muerte del autor, acaecida el 12 de septiembre de 2008, cuando Wallace no pudo superar su enésima depresión y se ahorcó en su casa. Ese libro era el relato de una larga entrevista que le realizó para Rolling Stone, poco después de la publicación en 1996 de su libro más exitoso, y que finalmente no se publicó. La película dirigida por James Ponsoldt añade, al acercamiento intelectual que realiza el joven periodista al insigne autor, los atisbos de una relación humana profunda que se desarrolla en unos pocos días de íntima convivencia. La recreación que hace Jason Segel de Foster Wallace es realmente meritoria. Consigue darle al personaje esa singular presencia que vemos en las entrevistas colgadas en youtube pero también esa otra invisible que intuimos, esa forma forzada de vivir que vislumbramos en sus declaraciones más íntimas.
David Lipsky acompaña a Wallace en su gira, duerme en sus hoteles, comparte veladas con sus amistades, es acogido en su casa. La relación que se establece entre ellos está impregnada del peligro que siente el escritor por la imagen que se pueda dar de él en la revista. Mide sus palabras, quiere dejar bien clara su posición humilde, su condición de hombre corriente, y teme al sensacionalismo al que propenden los medios. Sobre su libro aclamado, lo primero que dice es: “Esto es bonito. Esto no es real”. En otro momento informa: “Soy como cualquiera y esa es mi mejor cualidad”. Lipsky lo encuentra como perdido en una ansiedad de bajo nivel que no puede disimular. Su actitud ante él es de perplejidad. Su única justificación para considerarse un hombre cualquiera es la manifestación de su fragilidad, de sus contradicciones, ese parecer que su prodigiosa mente esté encerrada en un cuerpo y una mente como de niño gigante. Y es que Wallace tiende hacia la frivolidad. Reconoce que no tiene televisor en su casa porque es adicto a la caja tonta y si lo tuviera no haría nada más que verlo. En una salida, el periodista y las amigas del escritor tienen que soportar en el cine la visión de una estúpida película de acción que él ha elegido. Y no lo hace por extravagancia, sino que él, capaz de las más altas disquisiciones intelectuales, de derrochar imaginativa erudición en sus libros, es propenso a engancharse a los limitados valores de muchas invenciones cinematográficas o televisivas.
En ese tiempo vive solo: “Cuando quieres estar solo para escribir, acabas utilizando a la gente. Los atraes o los rechazas según los necesitas”. Sus consideraciones éticas son continuas. Tiene la sensación, cuando habla, de andar sobre el alambre. No quiere interpretaciones erróneas. Sobre la imagen que quiere dar, Lipsky le cuestiona sobre la badana que siempre lleva en la cabeza. Wallace cree no mentir cuando dice que más que un artificio es el signo de una flaqueza. Le da mucha importancia a la relación que mantiene consigo mismo a la vez que la que refleja en el mundo: “¿Y si me vuelvo una parodia de mí mismo?”. Porque sabe muy bien que “los escritores son muy crédulos cuando los halagas”.
En una de sus conversaciones, Wallace habla de una de sus crisis, la que tiene a los veintiocho años, cuando ya ha tenido éxito con su primera novela, de los intentos de suicidio y su adicción al alcohol: “Mi ego estaba atrapado en la escritura. Era lo único del universo que me obsequiaba con alguna gratificación. Me sentía atrapado. Mi vida estaba acabada con veintiocho años”. “Yo era una persona que consideraba que había agotado ya un par de formas de vivir y se quería suicidar. No fueron las drogas ni el alcohol. Fue más bien que había vivido una vida increíblemente americana. Esa idea de que si podía lograr X o Y o Z todo estaría bien. Lo alternativo es la muerte (cuando te tiras de un edificio en llamas)”.
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Escena de la película |
Wallace pretende ser humilde, incluso cuando escribe ese libro de más de mil páginas lleno de potencia creativa que es La broma infinita. Cuando habla de sus posibles logros, de su complejidad elevada, inmediatamente aclara: “Di que esto es lo que el libro intenta conseguir no que lo haya logrado”. Lipsky no lo cree del todo y le espeta: “Te sientes que eres más listo que los demás. Contienes tu inteligencia”. Pero Wallace lo tiene claro: “Mi mejor cualidad como escritor es que soy un tipo cualquiera”, dice seguro. “Los escritores no son más listos que otras personas. Pueden ser más convincentes en su estupidez o en su confusión. Una cosa en lo que me he hecho más listo es en no creer que sea más listo que los demás”. Y además, es consciente de cuál debe ser, como escritor, su actitud ante el mundo: “Percibir que la vida consciente de otros no sea tan intensa como la mía no me hace buen escritor”. Le da miedo la fama: “Lo peor de atraer mucha atención es el temor de atraer la mala atención”. A lo que teme más es a acabar sintiendo que cada axioma de su vida ha resultado ser falso y que en realidad no hay nada.
A lo largo de esos días, la relación sufre diversos vaivenes. Hay momentos en los que la buena voluntad de David Lipsky parece que se ha hecho realidad, que su esfuerzo de simpatía logra cumplirse, pero en otros, hay malos entendidos, incluso celos, como cuando una amiga de Wallace habla con él. El escritor se equivoca: piensa que está ligando. Ello conlleva bastantes horas de no hablarse. Es duro, porque tienen que convivir, viajar juntos en esa gira promocional, pues Foster, a pesar de esa decepción, no rompe con su compromiso.
Durante esos días de convivencia, David Lipsky tiene contactos con el exterior. Llama a su pareja, pero también habla con el jefe de redacción de su revista. Este quiere una entrevista jugosa, alguna primicia, algún escándalo, cómo no. Le insiste en que le pregunte a Wallace si es un habitual del consumo de drogas. Lipsky se siente incómodo. Esos días, pocos pero intensos, han grabado en él la sensación de un principio de amistad, aunque contenida y muy incierta. Ahora le cuesta ponerse en el lugar del sabueso periodista. Le apetece más ir sacando de él aquello que, a tenor de su sentimiento de confianza, espontáneamente le vaya expresando. Pero, finalmente, no se resiste a las presiones y le pregunta sobre ello. Wallace se pone nervioso. Lo preveía, aunque tal vez esperara que, por alguna feliz y victoriosa fuerza empática, no se llegara a producir. Empieza David Lipsky: “Hablas mucho de drogas….”, y él ya sabe qué es lo que quiere obtener de él: que hable de su posible adicción a la heroína. No hay posible confesión porque lo único que puede reconocer es que, a sus veintiocho años, cuando su fuerte crisis, se sentía más y más infeliz. Bebía mucho. Usaba la bebida como anestesia y no como placer. Sí, la única adicción que reconoce es la de la televisión, menos interesante para la galería que la de la heroína.
Ha llegado el final de esa convivencia. Han estado juntos en las presentaciones de su libro, en los viajes, en las salidas con las amigas, en la universidad donde el escritor da clases de escritura creativa: “He gastado un montón de energías en dar clases estos dos años, y de alguna manera esforzándome en ser humano”. Ahora al David periodista le toca volver. La sensación es contradictoria. Por una parte, le parece que ha logrado acercarse a ese ser inteligente, creativo, triste, ético, complejo; pero por otro lado sabe que no ha logrado traspasar la barrera de su soledad. Al despedirse, intenta un abrazo que resulta fallido. Atrás se queda ese hombre que sorprendentemente le ha hablado de que le gusta ir a bailar a un centro religioso. Las últimas imágenes que quiere conservar de él, cuando lo recuerda al cabo de los años y ya está muerto, son las que le proporciona su imaginación: David Foster Wallace bailando, feliz, rodeado de gente amistosa, sencillo, corriente, en perfecta comunidad, superando momentáneamente el terrible pozo al que lo aboca su más oscuro ser.
Javier Puig