Léolo
Jean-Claude Lauzon (1992)
Fue allá por 1874 que un veinteañero Arthur Rimbaud decidió cambiar para siempre el rumbo de la poesía. Y allá por 1992 cuando un servidor, veinteañero también, decidió quedar por siempre enhebrado al cordel de víscera sonora y latido tornasol que rotulase con tinta el poeta francés.
La Iluminación. Así gusté de llamarlo. Para intentar seducir jovencitas que me negaban el beso y, por supuesto, el sexo que, al fin, es lo que uno mayormente deseaba. Ha venido a mí La Iluminación… ¿no has leído Las Iluminaciones, de Rimbaud?, déjame que te explique… y ella ya encadenaba la caricia rubia de su brazo desnudo a la cintura del guapito del grupo, mucho menos leído que yo, pero de más marcados trayectos abdominales, qué le vamos a hacer.
Curiosamente, a la par que yo descubría a Rimbaud, un inolvidable personaje cinematográfico de nombre Leólo descubría la Poesía, y decidía que Italia era demasiado bonita como para pertenecer sólo a los italianos, que la frente de su amada se extendía hasta el día siguiente de su barbilla y, lo más importante: que porque soñaba, él no lo estaba. Que no estaba loco, o sea, y esto lo aclaro para quien no haya tenido aún el privilegio de gozar de la segunda y, a la par, última obra cinematográfica del malogrado Jean-Claude Lauzon.
Fue, repito, en 1992 cuando el cineasta canadiense decidió despreciar la frecuentemente despreciable lógica del público inyectando en sus venas el ciego veneno de lo poético. Léolo, esa joya fílmica, brotó en las pantallas de medio mundo con la misma violencia con que una cinta de celuloide oxidada rebanaría el cuello de la vulgaridad, salpicando el patio de butacas con espumillón de sangre y purpurina de fragilidad, desordenando los cánones cinematográficos y volviendo locos a los críticos asalariados y los espectadores acomodados (o viceversa).

Asistimos, en Léolo, al nacimiento, esplendor e inmolación de un novísimo Rimbaud de la vida: un niño al que sólo llaman Leo Lauzon aquellos que no pueden creer más que en su propia verdad, un crío engendrado por un tomate siciliano y expuesto al sufrimiento de la dieta de vitaminas e inodoro a que le somete su familia, un joven que descansa el flujo vario y variado de sus pensamientos entre los enormes pechos de una progenitora que con la fuerza de un gran barco navega un océano enfermo, un mocoso que se masturba insuflando vida al hígado de un pollo que la perdió hace tiempo, un chaval que escucha la gloria quebrada de Jacques Brel en los surcos de un vinilo al que le falta un pedazo de negra melancolía, un poeta que desordena la vida a su alrededor y precisa de alguien que rescate sus palabras para que podamos apropiarnos de la gloria de su certeza, un chiquillo que desviste de azúcar aquellas románticas tonadas italianas que tarareaban nuestros padres sin comprender su significado, un retoño de aquel Rimbaud que embadurnara también el subconsciente frenopático del Leopoldo María Panero que, aún infante, ya se preguntaba “cuando se apaga la luz… ¿a dónde va lo claro?”, un rapaz que comprende que la verdadera justicia poética consiste en asesinar al propio abuelo que, abusando de edad y moneda, pervierte con su mirada la lozanía de su eternamente amada Bianca, una criatura, al fin, que decide enfrentar la duda que a no pocos de los que nos pretendemos literatos nos asalta cuando la noche es vértigo de alcohol y precipicio de ausencias: ¿escribir para enloquecer o enloquecer para escribir? Afortunadamente, Léolo nos da la clave: porque sueño, yo no lo estoy. Y nos hace comprender que incluso en la más execrable podredumbre, la de la propia vida, puede germinar la floresta locuaz y homicida de La Belleza. Y es que la película que refiero fue criticada por grotesca, desagradable y de mal gusto. “¿Has visto Léolo?”, me preguntaban algunos compañeros de desgracia universitaria y, ante mi respuesta negativa, aseveraban “no pierdas tiempo, seguro que te gusta, es mazo rara”… ya ven, lo que de uno pensaban por aquel entonces no dista mucho de lo que opinan en la actualidad.
Sí, hablamos de un filme de confección premeditadamente lúgubre y feísta que sólo se ilumina gracias a la sonoridad plástica de los pensamientos del joven protagonista y de su anciano sosías: El Domador de Versos.
Qué gran pérdida la del director canadiense que llevó a la pantalla el germen de esa enfermedad llamada Poesía. Jean-Claude Lauzon falleció en 1995 al estrellarse la avioneta que pilotaba contra unas rocas que soñaban ser montaña. No sabemos si hubiese podido replicar la maravilla fílmica de que vengo hablando, o si hubiese acabado como el niño poeta de su película cuando las Iluminaciones que sufrió deslumbraron a sus parientes, o como aquel otro niño poeta, Rimbaud, cuando le alcanzó la decepción.
Lo siento, muy poco iluminado debe estar quedando el texto. Pero no es que pretenda seducir al lector como pretendía seducir, de joven, a las féminas. Es que, inevitablemente, reinauguran danza en mi memoria Las Iluminaciones rimbaudianas, al asistir, embriagado, a la danza liviana que Léolo ejecutaba en pantalla, al ritmo de ese inolvidable Cold, Cold Ground que aúlla Tom Waits en diversos momentos de la película, para que no olvidemos que del barro surge la flor… también. El mismo barro que patease un joven francés que decidió cambiar, por y para siempre, el rumbo de la Poesía, con un surrealismo alejado de la provocación surrealista, un enjambre de imágenes iracundas y un cáliz rebosante de odio en que deberían ahogarse los tibios de corazón.
Ambas obras supusieron para mí lo mismo: la necesidad de seguir escribiendo sin dejar de soñar. Porque la luz, como los versos, como los besos, no habita en la vida que llaman real, si no en esa que crean los poetas a golpe de metáfora.
Creo que no lo he explicado bien, lo de La Iluminación. Pero no me preocupa. Tampoco nadie me ha preguntado por ello. A mis lectores… seguramente les ocurra igual que a las chicas de mi adolescencia. Pero ahora recuerdo que en una ocasión sí, una chica (¿o fue una lectora?, no sé, no recuerdo) me preguntó, sin darse cuenta, qué era aquello de La Iluminación. Respondí, perdido en sus pupilas, que era simplemente comprender que la luz existe. No hubo sexo, o fue torpe aunque ella lo imaginase sublime. Pero nos enamoramos uno del otro de manera inevitable, a pesar de la vida y el tiempo. Como Léolo de Bianca, como Rimbaud de la decepción.
La Iluminación, ya digo… o de cómo Yo Es Otro.
Pablo Cerezal