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Channel: Literatura y cine
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RECOMENDACIÓN 73: THE END OF THE TOUR (por Javier Vayá)

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The end of the tour
Foster Wallace entre el genio y la normalidad


Decía el propio David Foster Wallace preguntado por una posible autobiografía que no entendía qué podía  haber de interesante en la vida de un escritor que se pasaba doce horas al día sentado frente a una máquina de escribir.

En The end of the Tour el personaje interpretado por Jesse Eisenberg sostiene que  “Nadie se lee una novela de más de mil páginas (La broma infinita) si no cree que su autor es un genio”.




Sobre estas dos ideas se mueve la película dirigida por James Ponsoldt basada en la entrevista que durante un fin de semana el periodista David Lipsky (Eisenberg) realizó al llorado y aclamado autor al que da vida en la pantalla de manera sorprendente y brillante el actor Jason Siegel. Entrevista que finalmente no se publicó en Rolling Stone pero se convirtió en un libro de éxito al publicarse tras la muerte de Foster Wallace.


Cinta de impecable factura y diálogos memorables que tiende a caer en los peores tics del cine indie. La dicotomía principal que mueve la trama se me contagia como espectador al tratar de ofrecer una opinión sobre esta película. Tras su visionado no solo me pregunto si David Foster Wallace era un tipo sencillo y normal o un genio, también si me ha gustado o no The end of the tour. Por un lado se agradece que no se haya optado por el mero biopic, algo que sin duda no haría justicia al nivel descomunal de la obra del autor americano, por otro el film se esfuerza tanto en no ser escabroso, irrespetuoso o sensacionalista, en ser tan “buenrollero”, que por momentos se queda en una naif superficie que, a mi entender, tampoco describe el universo del escritor. 

Quien conozca la obra de Foster Wallace, quien haya visto alguno de los vídeos de sus conferencias que pululan por internet, quedará a la espera de una de esas brillantes frases o sentencias del autor que resumían con lucidez inusitada, humor y desesperanza el mundo y la sociedad americana. No lo esperen, no la hay. Y eso que como dije antes los diálogos son una maravilla. Y pienso que no existe esa “genialidad” del autor que cualquiera esperaría porque Ponsoldt como director, imagino que al igual que Lipsky en el libro, se empeña en tomar partido. Es decir, en negar la genialidad en favor de la normalidad. Esto se ve claramente en la deplorable escena del baile en la iglesia baptista.

¿Era el autor de La escoba del sistema, el gran desmenuzador del gran sueño americano, un ciudadano normal y corriente? Quién sabe, cabría preguntarse también si existe en realidad alguien en el mundo normal y corriente. Sin embargo, el retrato de un Foster Wallace como una suerte de grunge trasnochado y bonachón estadounidense medio en que se enroca la cinta, no casa ya no solo con la obra del escritor, tampoco con los testimonios de sus allegados o quienes le conocieron.

Sin embargo The end of the tour se muestra como excelente película en el silencioso pulso, falsamente cordial, entre entrevistador y entrevistado. La envidia autoconsciente del escritor mediocre que ansía aquello de lo que el triunfador reniega (por momentos). Y brilla también al mostrar lo frágil y capcioso que significa querer conocer a alguien por medio de una entrevista. Esto último me hace pensar según escribo, que quizá esta era la finalidad real del director.

David Foster Wallace
Tal vez yo sea más como Lipsky y piense que alguien que escribe La broma infinita solo puede ser un genio, mientras este detestaba la vulgaridad de sentarse doce horas frente a una máquina de escribir. La ausencia de respuestas absolutas, al fin y al cabo, es la gran virtud de The end of the tour.


Javier Vayá


*Pincha aquí para leer otras entradas 
en LGC de Javier Vayá.

RECOMENDACIÓN 74: "La comedia de la filantropía" (por Anna Montes Espejo)

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La comedia de la filantropía



“What the world needs now is love, sweet love
it's the only thing that there's just too little of”.

“On ne voit bien qu'avec le coeur. L'essentiel est invisible pour les yeux”.
Antoine de Saint-Exupéry, Le petit Prince



Bob & Carol & Ted & Alice (Paul Mazursky, 1969) es una película donde no se pueden olvidar las conjunciones que muchas traducciones del título han obviado. Pero no solamente la conjunción coordinada copulativa “y” funcionará en un primer nivel básico y hasta risible hoy en día. La unión, para serlo completamente, siempre debe ser más profunda que la sexual.

Si las amistades siempre influencian, la de Woody Allen, como podréis imaginar, debe ser extremadamente perjudicial, así que compadeceremos muy contentos a Mazursky. Aunque en el caso de Paul y Woody, tal vez más que de “influencia” podríamos hablar de afinidad. Los personajes de esta película, si hubieran vivido en Nueva York —California es un reducto execrable de sol, playa y basura en todos sus sentidos, recordemos Annie Hall (1977)— bien podrían haber sido dirigidos por Allen.

Pero viajemos a Los Ángeles, y a su pseudo-aristocrática industria del cine, en la que encontraremos al director de cine Bob (Robert Culp) y su esposa Carol, interpretada por una siempre joven Natalie Wood, que parecía recién sacada de la también polémica Esplendor en la hierba (Elia Kazan, 1961) pero a la moda de los ya casi 70. Estética que sabrá aprovechar Mazursky, e incluir, aunque sea en segundo plano, en las elegantes y alborotadas fiestas a las que acuden las parejas protagonistas.

No obstante, ese cambio de decena no es solo meramente decorativo. Los 70 trajeron una revolución sexual demoledora, así como arrastraron los epígonos del movimiento Hippie. Ello implica, a niveles más superficiales una banalización de las drogas, vistas tan solo como diversión y evasión sana; afición practicada en la privacidad, pero en general, bastante tolerada en ciertos estratos sociales ciertamente elitistas. Y la revolución sexual, también en una primera lectura, podría llevarnos a la pura degradación en libertinaje y psicodelia de una comuna.

Paul Mazursky, en mi opinión, supera con creces esta visión en su película, aunque también nos muestra la superficialidad de aceptar una moda tan solo porque lo es, por ello, cubre toda la trama bajo el velo del género de comedia y de gags “woodyalleniescos”, para que el espectador se mofe de la ligereza de la actitud de Bob y Carol, que porque pasaron un fin de semana en un centro de terapias alternativas  ya que el director quería grabar un documental, su relación amorosa y sexual se trastornó por completo.

Además, este centro, llamado en el film “el instituto” también está presentado bastante cómicamente: vestales que adoran con sus senos al sol; un balneario nudista en el que los hombres presentan un aspecto frecuente, pero todas las mujeres son provocativamente bellas; y una terapia de grupo en la que no faltan los ridículos esperpentos de niños mayores enfermos por capricho, las mujeres “vulpes”, y la bella “deneuveiana” que ya no puede vivir más con tanto hielo.

La terapia del centro no puede ser más conocida, gritos, lloros, confesiones desgarradas que se albergaban en lo más profundo de las entrañas y el corazón… Pero sin embargo, un ejercicio es sumamente interesante: la mirada a los otros. La mirada sin tapujos, directa y fija a los desconocidos que plagaban la sala. Ofrecerte al otro sin miedos, sin subterfugios, tan solo esperando conocer y amar, amar sin condiciones, y este amor no tiene porqué ser solamente en un sentido sentimental o sexual, sino simple y llanamente filantropía.

Ted (Elliot Gould) y Alice (Dyan Cannon) son el tópico extremo opuesto a Bob y Carol que no podía faltar en una comedia. El abogado cumplidor y la madre perfecta, a la que le gusta su marido pero quiere a su hijo. Un mecanismo que aprovechará Allen en la, también bergmanguiana, Maridos y mujeres (1992) será el de perturbar la paz de un matrimonio mediante un juego de espejos, es decir, cuando Bob y Carol comiencen su giro “filantrópico”, por así llamarlo, Ted y Alice, que siempre habían sido sus mejores amigos, porque en base, coincidían en prácticamente todo, empezarán a cuestionarse su propia relación y sus directrices morales respecto el matrimonio, la monogamia, el sexo y el amor.

Alice no puede soportar el cambio de sus amigos, especialmente, en lo que se refiere a la libertad sexual de ambos cónyuges, que ha despertado la fogosidad que Ted intentaba calmar cada noche con intensos ejercicios gimnásticos, y profundos remordimientos si tan solo pensaba en tener una aventura con otra mujer. Para la esposa no es que la sexualidad no sea importante o reniegue de ella, pero en su vida está muy en segundo plano en comparación con su marido; por ello encuentra una solución a sus problemas matrimoniales: el socorrido psicoanalista (Donald F. Muhich). Su problema aún se acucia porque el psicólogo tiene ínfulas de filólogo, además de viciosas miradas dignas de un primer plano de Leone. Ciertamente, como espectadora actual se echa de menos que no sean los dos miembros de la pareja que acudan a terapia, ya que parece que Alice es la única que tiene un “problema”, mientras Ted, al ser un hombre, es “normal” en la frecuencia de sus “necesidades”.

La película toma un giro muy moderno e interesante en el empoderamiento femenino que deja traslucir entre bambalinas. Era muy fácil entender en la época (y aún hoy en día) que los maridos podían tener “affaires” en sus viajes de negocios, pero… ¿y sus esposas? Bob & Carol & Ted & Alice ya muestra explícitamente el uso de anticonceptivos por parte de las protagonistas, y debemos tener en cuenta que ambos matrimonios tan solo tienen un hijo, hecho que revela el control de la maternidad, en gran medida, por las mujeres. También, su acomodada vida les permitía seguir viajando y yendo a fiestas, comportándose como si aún fueran jóvenes y solteras, olvidándose de sus funciones sociales de ser solamente esposas y madres. Ambas mujeres, aunque en extremos distintos, se erigirán como dueñas de su cuerpo y sexualidad, y no harán absolutamente nada en contra de su voluntad tan solo por complacer a sus compañeros. Y además, será precisamente Alice la que ponga sobre la mesa lo que los cuatro amigos pensaban en realidad, y al fin y al cabo, ¿por qué no? ¿Seremos nosotros sus jueces?

¿No sería bello creer en una utopía filantrópica-amorosa-sexual en la que no existieran ni los celos, ni la culpabilidad, ni los remordimientos? ¿En la que tanto hombres como mujeres pudieran elegir libremente entre la monogamia y la pluralidad de compañeros sin que prejuicios y sambenitos recayeran sobre ellos para su condena eterna? Una sociedad en la que nos miráramos y nos viéramos. Y no necesitáramos mirar al espectador-“voyeur” como si de Le déjeneur sur l’herbe (1863), de Manet temiéramos formar parte.




Anna Montes Espejo

RECOMENDACIÓN 75: REVOLUTIONARY ROAD

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Revolutionary road



La historia que nos cuenta Revolutionary Road (2008), dirigida por Sam Mendes, nos propone un dilema que podría afectarnos. Para quedar atrapados en él, solo haría falta aceptar la consciencia de alguna insatisfacción profunda, que afectase a la raíz misma de nuestra vida, y sentir al mismo tiempo la sospecha de que podría tener una drástica solución a la que deberíamos atrevernos. Nos encontramos ante una de esas películas americanas que, en lo últimos años, mejor han demostrado la férrea consistencia que da la antigua fórmula de un buen guion junto a unas brillantes interpretaciones. Leonardo DiCaprio está muy correcto, pero es Kate Winslet la que me impresiona y me hace llegar con dolorosa profundidad todos los recovecos de su desamparo. Pero, si hurgamos en sus antecedentes, nos damos cuenta de que poco genuino mérito puede apuntarse el guionista, pues, en las mejores escenas, se tomó la acertada decisión de respetar el texto originario, el de la homónima y excelente primera novela de Richard Yates, publicada en 1961.

Frank está casado con April. Ambos viven una vida de lo más vulgar, pero se creen tocados por una forma de ser especial y hay quienes lo corroboran. Esa percepción apenas tiene fundamento, tal vez esté motivada  por el reflejo de un estilo superficial que ellos cultivan leve y vanidosamente. Ella es ama de casa. Tienen los dos hijos preceptivos. Son unos pequeños burgueses que viven en el extrarradio de la gran ciudad, que se distraen cortando el césped de su casa, que beben mucho para soportar el tedio al que siempre vuelven.

April ha intentado modestamente salir de su inocultable mediocridad. Se ha apuntado a una compañía de teatro de aficionados, pero el día del estreno, tanto la obra como su actuación personal resultan un fracaso. Ello desencadena la explosión de su descontento existencial, los brotes de su neurosis. Le propone a Frank que se vaya a vivir a París para que él encuentre su verdadera vocación. Él recibe esta propuesta con indisimulable sorpresa. Es verdad que tuvo también esos sueños, pero ahora prefiere la seguridad en la que vive, el desaliento laboral mitigado por una amante a la que ha empezado a frecuentar. Se halla ante una encrucijada difícil. ¿No es la base de una exitosa relación marital la confluencia de intereses? La rigidez del matrimonio, en esa situación de divergencias tan radicales, crea tensiones violentas, frustraciones producto de la dependencia del otro. Él elige salvar el matrimonio, para lo que acepta zambullirse en ese proyecto tan vertiginosamente incierto. Finalmente, sucumbe y hace suya esa idea temeraria.

El sueño persistente de April, encerrada en su casa, es, en la más mundana vida de Frank, una construcción frágil. En él, pugna lo racional. Tras sus sentimientos volubles, la atracción del conservadurismo le resulta a menudo irresistible. Visto desde fuera – y desde la pospuesta mirada de Frank - lo de ella parece un capricho de niña aburrida e insatisfecha. Aunque su coartada es muy convincente: lo hace por él, es ella la sacrificada, la que se pondrá a trabajar en París, a llevar el sueldo a casa, mientras él ganduleará de forma supuestamente inquisitiva. Pero es en este punto sobre el que Frank ha puesto más reticencia. Su discrepancia está en la idea de que él no es un escritor, un artista, profesiones para las que se supone una cierta necesaria libertad para sobrevivir ante la amenaza de la casi segura claudicación y el olvido. Ella le responde que no únicamente esos profesionales tienen derecho a averiguar si están dotados para su vocación. Podría ser que uno al fin descubriera que quiere ser albañil, pero ha de serlo consecuentemente con su más hondo deseo. El caso es abandonar la náusea cotidiana de la sumisión, la inercia consentida, los presupuestos paralizantes.

Durante un tiempo, esta certeza de la posibilidad de la huida, de la reconversión, modifica la realidad diaria, la convierte en más liviana. La sorda enemistad que mantenían ante ella se atenúa. Ahora, todo es perdonable, porque pronto va a ser superado. Todo puede estar siendo por última vez. Ya no es necesario mancharse, detestar suciamente lo que oprime. Se mira al monstruo de la represión con una emergente condescendencia. Pero un día, Frank, involuntaria, displicentemente, realiza un informe que llama la atención de un superior de su empresa. Este le ofrece un ascenso a un grupo elitista, un sueldo mucho mayor. Entonces la frágil connivencia con su esposa se tambalea. ¿Debería considerar que lo están intentando comprar, seducir, chantajear emocionalmente con el fin de desactivar sus apetencias de libertad? ¿O debería aprovecharse de la empresa, aceptar ese ascenso, en aras de un sueldo de los que confieren poder, un reconocimiento de los que reparan el ego? En principio, pensando en April, más que en sí mismo, se resiste, pero ya ha calado en él muy hondo la tentadora semilla de una brillante seguridad. Es el momento de dudar, de pensar en qué se ha basado uno para creer en su propia superioridad: ¿en algunos sarcasmos? ¿En miradas compasivamente arrogantes? Más tarde, para retractarse de sus planes, recurrirá a la coartada de la responsabilidad, de la sensatez, a la ciega creencia en la razón de la vida, que se refuerza con su deseo de que nazca el nuevo hijo, originado accidentalmente. Es la tentación del reconocimiento, de ser alguien, tal vez no él mismo - ¿y qué es esa entelequia? - , pero allí, en la vida tangible, al menos no un igual depositado en lo más anodino de la hormigueante pirámide.


La película recoge muy bien la esencia de la novela, aunque, como es normal, debido a la desigualdad de sus duraciones, hay partes de esta que deben quedar excluidas. Entre ellas, estarían dos incursiones en la vida de los personajes que hubieran dado lugar a dos flashbacks muy interesantes. Por una parte, la relación de Frank con su padre, y por otra los padecimientos que sufrió April en su infancia. Yo echo a faltar muy especialmente la traslación de esas páginas en las que deducimos esa sensación que tiene Frank de haber heredado el fracaso de su padre. Este, había sido un fiel trabajador de la Knox. Había soportado numerosísimos traslados que había padecido su familia. Pero, llegado a un punto, parece que por fin va a haber un reconocimiento de su labor. Frank acude a New York con su padre. Tienen una cita con su jefe. Este los lleva a un partido de beisbol. Parece, al fin, la escenificación de un homenaje, de la paternal presencia de la empresa, pero todo acaba mal. A los pocos días, su padre se entera de que no ha sido ascendido al puesto que vislumbraba. A partir de ahí, sufre una catarata de degradaciones que terminan en su jubilación, en una muerte prematura. De ahí, se deriva una falta de admiración a la figura del padre, pero, carambolas del destino, Frank acaba entrando en la misma empresa. Allí permanece, aburrido, asqueado, desincentivado durante muchos años.

Revolutionary Road retrata al espectador corriente, a aquel mayoritario que no ha sabido rodearse de una vida estimulante de por sí, que neuróticamente tiene que recurrir a drogas varias, como el alcohol, los deportes, el atontamiento a través del televisor o las huecas relaciones sociales. Pero, ese espectador, puede elegir entre la posibilidad de censurar su mala conciencia y taparla con sus creencias pragmáticas, o permitirse un duro ejercicio de honestidad consigo mismo. Los Wheeler habían decidido tener una vida secreta, una verdadera y valiosa vida hacia dentro. Pero, luego, dudan de que la hayan conseguido, de que esté verdaderamente sustanciada. Sospechan que se están mintiendo a sí mismos, y que solo si se exponen alcanzarán una verdad honesta, estarán a la altura de sus sutiles narcisismos. “Las circunstancias económicas podían obligarlos a vivir en ese entorno, pero lo importante era evitar ser contaminado por él. Lo importante, en todo momento, era recordar quién era uno”, nos cuenta Yates. En su momento, lejos de tomar cualquier riesgo, gratuitamente, henchido de su vistosa lucidez, Frank, irónico, le gritaba a su pasmado auditorio: “Seamos buenos consumidores y que exista una gran uniformidad, y eduquemos a nuestros hijos en un baño de sentimentalismo (papá es un gran hombre porque se gana la vida, y mamá una gran mujer porque ha aguantado a papá todos estos años”. O, seguro desde la atalaya de su supuesta superioridad: “Este país es a todas luces la capital psiquiátrica y psicoanalítica del mundo”.

Lo que prima al final es la fragilidad de lo que resulta evanescente, la negligencia ante las posibilidades no apremiantes, que están ahí, para que las tomen los valientes, aquellos que no tienen que mirar a sus lados para estimar lícitos los pasos que necesitan dar, independientes del gregarismo institucionalizado. Cuando vi esta película por primera vez, me impactaron esas imágenes de la Estación Central de Nueva York, con esos enjambres de hombres vestidos casi idénticamente, con igual corte de pelo, con el obligado sombrero. Y también pensé en mi vida y la de casi todos, en esos rumbos que consumen tantos años irrecuperables y que tal vez hayan abortado discretas y maravillosas promesas.


Javier Puig

RECOMENDACIÓN 76: MR. HOLMES

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MR. HOLMES


El lector utiliza las descripciones de los escritores para construir en su imaginación los personajes que este le presenta. El que para uno es alto, algo gordito y con una perfecta nariz, para el otro es un poco canoso, fibroso y dueño de unas manos bellas con uñas demasiado largas. Es una de las magias de la literatura.




El cine –“me gustó más el libro”- viene unas veces a confirmar nuestras sospechas sobre el protagonista; otras, en cambio, crean contradicción en el lector/espectador: ¿quién es ese que yo creía dueño de otros gestos, de otras poses, de otra sonrisa y una voz menos chillona? Y así ocurre siempre, ese juego de fronteras entre la decepción y el alivio.

¿Pero qué ocurre cuando el cine utiliza al personaje para ir más allá, para humanizarlo, normalizarlo, y contar una historia cuasi cotidiana en la que la identificación no ocurre con el ser que residía en la mente del espectador, sino con el propio espectador y su existencia? Ocurre en Mr. Holmes, una película que tiene al afamado detective imaginado por Conan Doyle como protagonista, pero que se construye como una fábula sobre la vejez, la senectud y la soledad.

Porque sí, el actor Ian Mckellen es Holmes, pero lo es a los 93 años: retirado, triste, solo, reflexivo y, lo más importante, desmemoriado. El largometraje, firmado por Bill Condon, se centra en la lucha del brillante detective contra su propia decadencia. Incapaz de recordar por qué se retiró hace treinta años, Holmes pugnará contra las sombras oscuras que pueblan su memoria para entender el por qué ahora se encuentra en una agradable casa de campo dedicado al cultivo de las abejas.

La acción, desarrollada en tres espacios temporales distintos –Tres décadas atrás, investigando el caso por el que se retiró; en un viaje reciente a Japón y en el presente- dejan espacio para que Mckellen explore los distintos estadios de la vejez, que muestra con brillantez. Es, más que la de un detective, la historia de un hombre que se niega a darse por vencido.

Tal vez sea solo por el personaje, al que Mckellen se encarga de dar la profundidad suficiente para resultar atractivo, por lo que merezca la pena disfrutar la película. La trama, que no llega a alcanzar la profundidad ni el ritmo necesarios, quedan en un segundo plano de interés: es Holmes, su torpeza, sus ojos azules buscando inútiles un recuerdo, una luminaria, lo que invita a la reflexión.

Porque, al cabo, a todos nos llegará la vejez, la decrepitud. Porque, aunque no lo creas, tu muerte está más cerca de ti que cuando comenzaste a leer este texto.



Daniel J. Rodríguez

RECOMENDACIÓN 77: JULIO CORTÁZAR Y MANUEL ANTÍN (por Laura Ros Cases)

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 JULIO CORTÁZAR Y MANUEL ANTÍN:
 UNA AMISTAD ENTRE LITERATURA Y CINE (I)*


No es ningún secreto que la literatura ha servido al cine como fuente de inspiración y materiales desde el nacimiento del séptimo arte. En esta larga historia de influencias, recepciones y convergencias es necesario destacar el papel que Julio Cortázar, uno de los grandes autores de las letras hispánicas y universales, ha tenido en el panorama fílmico de su país. Si bien sus obras se han visto trasladadas a la gran pantalla en numerosas ocasiones, nuestro estudio se centrará en la trilogía que el cineasta argentino Manuel Antín dedica a cuatro de sus relatos. La elección de este tema se debe, entre otras razones, a la cualidad pionera de estos tres filmes del citado director, los cuales no solo introdujeron a este en el mundo del cine, sino también al joven y relativamente desconocido escritor que por aquel entonces era Cortázar. Asimismo, la importancia de las tres películas reside en su carácter innovador, acorde a la nueva generación en la que se inscribe la obra de Antín.

Por su parte, los motivos que llevaron a Antín a escoger los relatos de Cortázar como fuente directa de inspiración para sus películas no fueron en absoluto arbitrarios. Julio Cortázar fue uno de esos maestros capaces de bucear en lo más recóndito del alma humana; a través de una peculiar idea de lo fantástico sobre la que él mismo teorizó –y que hunde sus bases en la irrupción de lo insólito en la realidad consuetudinaria–, dicho escritor plasmó en sus cuentos las diversas pasiones que asaltan al ser humano y que bien le impiden desasirse de su propio pasado, bien le hacen caer preso de la fatalidad sobrenatural. Hijo de padres argentinos, nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914, donde su familia residía debido al trabajo diplomático de su padre. Tras vivir una temporada en Suiza y en Barcelona, se mudan a Buenos Aires, donde Cortázar pasará su infancia. Ya entonces comienzan sus andanzas literarias –compone poemas a su hermana Ofelia y a sus autores predilectos, Poe y Verne–. Después de conseguir el grado como profesor, empezar –pero no acabar– la carrera de Filosofía y Letras y desempeñar su oficio en Bolívar y Chivilcoy, entre 1937 y 1944 comienza a escribir sus cuentos. No será hasta 1951 y después de conseguir su título de traductor público cuando publique Bestiario, su primer libro de relatos. El mismo año marcha a París gracias a una beca concedida por el gobierno francés, donde ejerce como traductor para la UNESCO y donde dos años más tarde contrae matrimonio con Aurora Bernárdez, también traductora de profesión y argentina como él. En 1956 publica en México algunos cuentos de su libro Final de juego, cuya edición completa no llegará hasta 1964 de mano de la Editorial Sudamericana. Entre ambas, en 1959, publica su tercer libro de cuentos: Las armas secretas. La fama nacional y mundial no le llegará hasta la publicación de su segunda novela, Rayuela, en 1963. A partir de esa fecha la publicación de colecciones de relatos, novelas y ensayos, así como la pronunciación de conferencias, se multiplican enormemente. Su actividad literaria continuaría hasta su muerte el 12 de febrero de 1984 a causa de la leucemia y la elefantiasis.

Si bien su producción se limitó al ámbito puramente literario, su interés artístico incluye las más variadas manifestaciones, entre ellas la música jazz y el cine. A pesar de que en toda su bibliografía se puede rastrear este gusto por lo audiovisual, gracias a las cartas que escribió en vida –y que nos llegan a través de la valiosa labor de edición de su ex-pareja y viuda Aurora Bernárdez– podemos detenernos en la ávida cinefilia de este gran autor hispanoamericano, quien se mostraba así de entusiasmado en una carta enviada a Manuel Antín después de ver la película de Luis Buñuel El ángel exterminador:

Sabés, una vez más he sentido lo que has de sentir vos cuando estás metido en lo más adentro del cine, de tu cine o del cine que admirás. Pero me ocurre tan pocas veces, es tan raro que el cine valga para mí como una experiencia realmente profunda, como eso que te da la poesía o el amor y algunas veces alguna novela y algún cuadro, que era necesario que te lo dijera esta noche misma aunque no recibas nunca esta carta. Porque mientras veía el film de Buñuel pensé intensamente en vos, en lo que vos has hecho y en lo que querés hacer […]. Lo que creo es que un hombre como vos solamente hará un cine grande y libre, como a su manera lo hace Buñuel, y por eso estoy tan conmovido, porque esta noche he tenido la prueba de que ese cine se puede hacer, se está haciendo, él a su manera como vos a la tuya en La cifra impar y en lo que seguirá (Cortázar, 2000a [1962]: 494-495).

Cortázar, que en otra carta al cineasta considera que su perspectiva es la de «un poeta, que ve en el cine el equivalente visual de las metáforas del poema» (Cortázar, 2000b [1964]: 693), probablemente nunca se habría planteado la adaptación de su obra al medio fílmico durante su juventud. Sin embargo, actualmente la filmografía dedicada a nuestro autor es bien vasta: cabe mencionar las obras El perseguidor (1965), de Osías Wilenski; Blow up (1966), de Michelangelo Antonioni; Week-end (1967), de Jean-Luc Godard o Diario para un cuento (1998), de Jana Bokova, entre otras. Todos estos autores y muchos más se interesaron tras el boom de la narrativa hispanoamericana en la obra de Julio Cortázar, con mayor o menor suerte en su resultado final. Sin embargo, ninguna de estas películas tiene la significación e importancia de las que se erigieron como pioneras en la traslación fílmica de la obra del cineasta que nos ocupa.

Manuel Carlos Antín, apodado cariñosamente «Maneco», nació el 27 de febrero de 1926 en la provincia argentina del Chaco. Fue el séptimo de ocho hermanos en una familia que deambuló a través de varias regiones hasta instalarse en la capital en plena crisis política y social. El mismo director reconoció que su infancia no fue fácil; a pesar de lo concurrido que fue su hogar, en él siempre reinaban la incomunicación y la distancia –dos motivos recurrentes en sus películas–. La lectura y la escritura se convirtieron desde niño en su particular refugio: los pequeños cuentos que redactaba para sus compañeros de escuela dieron paso a la publicación de tres libros de poemas, dos novelas –ciertamente destacable es su título Los venerables todos, que luego adaptó al cine– y cinco obras teatrales, todo ello entre 1945 y 1958. En 1957 conoció a la que un año más tarde sería su esposa, María Alfonsina «Ponchi» Morpurgo; ella, escenógrafa de profesión, participaría posteriormente en las películas de su marido. Por esa época Antín comenzó a escribir guiones para cortos cinematográficos y episodios televisivos. Seguidamente, su labor como director le ocupó desde el año 1961, cuando estrenó La cifra impar, hasta 1982; de sus diez largometrajes nos interesa señalar aquellos que dedicó a la adaptación de la obra de Cortázar: su ópera prima, Circe (1964) e Intimidad de los parques (1965). Tras esta etapa ejerció como gestor cultural y político al tomar la dirección del Instituto Nacional de Cinematografía entre los años 1983 y 1989. Posteriormente, en 1991, fundó la Universidad del Cine, una de las instituciones de más prestigio de Latinoamérica y de la cual es rector en la actualidad.

Es especialmente relevante la situación del cine argentino durante la época de génesis de las películas de este director. La Generación de los 60 trató de hacer un «cine intelectual, un poco más egocéntrico, en el cual la figura del director-autor estuviera por encima de los imperativos del mercado» (García, en Sández, 2010: 142). Asimismo, la mayoría de los realizadores eran jóvenes con poca experiencia en el ámbito profesional que trataron de suplir su falta de conocimientos técnicos con sus ideas renovadoras «que venían a romper los códigos narrativos de un cine que consideraban anticuado» (Fernández y Sabanés, 2014: 106). Las películas resultantes de este nuevo esfuerzo estético eran normalmente «intimistas, de actuaciones concentradas, pocos diálogos, con un montaje que rompía la cronología […] a través de cruces temporales y de un uso deliberado del lenguaje para distanciar a los personajes tanto del costumbrismo como del cine de género» (ibíd.).

La colaboración entre estas dos figuras –el gran cuentista que es Cortázar y el innovador cineasta que resultó ser Antín– fue llevada a cabo a través de esporádicos encuentros y una extensa relación epistolar. El resultado fueron tres originales películas que marcaron un antes y un después en el panorama cinematográfico argentino.

A pesar de que su primer acercamiento a la literatura de nuestro escritor fue a través de «Circe», la ópera prima de Manuel Antín, La cifra impar, sigue muy de cerca el celebrado cuento «Cartas de mamá», publicado en la colección Las armas secretas (1959). Este relato narra cómo la aparentemente apacible vida de un matrimonio argentino afincado en París se ve alterada por la irrupción súbita del pasado a través de algo tan inofensivo como es la correspondencia con la madre del marido. Y es que cuando ambos vivían en Buenos Aires, al igual que la familia de él, la situación era bien distinta. Laura era la prometida de Nico, el febril y enfermizo hermano de Luis, aquejado por una dolencia incurable –una tisis que le provoca una tos constante–. La muchacha, que pronto es acogida por la madre  como una hija, es al mismo tiempo el objeto del deseo de Luis, quien no duda en cortejarla aprovechando el estado de su hermano. Los dos amantes, que en un principio mantienen su relación en secreto, huyen tras la muerte de Nico hacia París, en parte por el rechazo de su propia familia y especialmente por escapar de la culpabilidad que les atormenta. Tras dos años de vida en París –y de una larga y rutinaria correspondencia con mamá–, Luis recibirá la carta que derrumbará su «libertad condicional». Una súbita referencia al hermano muerto –«Esta mañana Nico preguntó por ustedes»–, confundida con un error senil, hace saltar todas las alarmas y hace añicos la tranquilidad de la pareja. Lo que al inicio se presenta como un delirio senil poco a poco irá inquietando a la pareja cuando se les proporcionen los datos exactos de la llegada de Nico, los cuales coinciden con los horarios reales de trenes y barcos. Esto hace que el matrimonio llegue incluso a comprobar la supuesta llegada del difunto a la estación donde mamá anunció su llegada; aunque su figura corpórea no baja del tren, la llegada al apartamento desvela una atmósfera agobiante, como si una tercera presencia se hallase entre Luis y Laura y dinamitase la vida en común que ambos habían fingido llevar.


Pronto el director anunció al propio Cortázar su decisión de filmar su relato, a lo que el escritor reaccionó con gran entusiasmo: «su intención de filmar un cuento mío me ha alegrado mucho y no dudo que los resultados serán excelentes puesto que, a juzgar por los términos de su carta, coincidimos con una cierta manera de ver las cosas y de expresar esa visión» (Cortázar, 2000a [1961]: 434). Casualmente, esta carta no solo establecería el futuro de la adaptación del cuento «Cartas de mamá», sino también el inicio de una intensa relación laboral y amistosa de carácter epistolar entre el argentino residente en Buenos Aires y el instalado en París, los dos espacios en los que asimismo transcurre dicho relato. Cortázar, como ávido cinéfilo y preocupado escritor, reiteró en diversas ocasiones la confianza que le transmitía Antín a la hora de adaptar su obra: «es natural que las masacres a las que suele asistirse en las pantallas de cine me inspiren recelo y desconfianza. Todo eso cede ahora terreno a una gran tranquilidad; me siento en buenas, en muy buenas manos. No es cosa frecuente, y por eso le doy las gracias» (ibíd.: 441). Y es que la preocupación no era gratuita; al fin y al cabo, era la primera vez que la obra del escritor argentino era adaptada al cine.

A pesar de las leves modificaciones que Antín introduce en su adaptación fílmica, la fidelidad para con el relato es admirable. No nos referimos aquí a un paralelismo únicamente en cuanto al contenido y a la temática, sino también en lo que respecta a la adaptación formal e interpretativa. La verdadera innovación que aporta Antín en la transposición fílmica de este cuento es el tratamiento de los personajes desde su dimensión psicológica: en un relato en el que poco pasa fuera de la mente y los recuerdos de los personajes, el director decide dar un paso más allá y «utiliza[r] la cámara y el espacio como una proyección del mundo emocional de estos» (Fernández y Sabanés, 2014: 106).

De esta particular tesitura se deriva el original tratamiento formal de la película, fruto del genuino estilo y la poética de Antín, ese «sentido de los ecos y los espejos del corazón y del alma» que tanto llegó a admirar el propio Cortázar (2000a [1963]: 555). El director, que supo comprender a la perfección las exigencias de la expresión literaria de Cortázar, convirtió el estilo epistolar del relato en una «compleja imbricación de flashbacks retrospectivos con el tiempo real de los personajes» (Mahieu, 1980: 642). La simultaneidad temporal que el escritor crea a través del recuerdo constante del pasado transmitido por las cartas de mamá se consigue en La cifra impar a través de la yuxtaposición de planos y las analepsis dramatizadas que narran, con más detalle aún, la vida previa de los personajes en Flores; así, al igual que en el relato, el receptor se ve obligado a interactuar con la obra y a reconstruir o actualizar los espacios vacíos que esta deja.

Ya desde el inicio Cortázar se mostró de acuerdo con la elección del reparto por parte de Antín y con su decisión de emplear un nombre distinto al del relato: «lo que me dice del título es muy cierto, y la gente podría imaginarse una comedia amable» (Cortázar, 2000a [1961]: 441). El título escogido, La cifra impar, da al espectador muchas más pistas acerca de la condición del desenlace. Por su parte, la crítica argentina acogió con gran entusiasmo esta película, como reflejan los recortes de La Nación y La Prensa redirigidos por diversos amigos al escritor. Los juicios de los críticos franceses, sin embargo, sorprendieron a Cortázar, cuyos comentarios negativos achaca a la falta de «color local»: «pensándolo despacio no me extraña en ellos que se muestren indiferentes a una película que los enfrenta. Porque la verdad es que tu film está en una línea que ellos conocen muy bien, y que naturalmente tienden a reivindicar furiosamente» (Cortázar. 2000a [1962]: 472). Además, la película obtuvo diversos galardones en Buenos Aires, entre los que se encuentran el de mejor director, mejor actor –Lautaro Murúa– y mejor actriz de reparto –Milagros de la Vega–.


Sin duda, el mejor garante del éxito fue la propia reacción de Cortázar. El escritor, que ya había mostrado su entusiasmo en los primeros estadios de creación de la película, tuvo la siguiente reacción ante su visionado: «permanecimos en silencio durante la exhibición hasta que llegó esa escena en la que Luis (Lautaro Murúa) le dice a doña Lía (Milagros de la Vega) “Mamá, Laura es vos”. Justo en ese momento, Cortázar me palmeó el hombro y me dijo: “¡Pibe, gracias, entendí mi cuento!”» (Antín, en Sández, 2010: 58). Tal fue la satisfacción que decidió colaborar en la adaptación de otro de sus cuentos, «Circe», con el director, y durante años le estuvo proponiendo nuevos retos cinematográficos. Y es que, como él mismo declaró, «nada podría hacerme más feliz que darle un hermoso tema al hombre que filmó La cifra impar» (Cortázar, 2000a [1962]: 491).



Bibliografía y filmografía

AGUILAR, G. (23 de diciembre de 2015). El Circe-Tape. Intromisiones de un escritor en el campo de la imagen (La carta oral de Julio Cortázar a Manuel Antín). Informe Escaleno.
Recuperado de <http://www.informeescaleno.com.ar/index.php?s=articulos&id=407>
ANTÍN, M. (1962). La cifra impar. Argentina.
ANTÍN, M. (1964). Circe. Argentina.
ANTÍN, M. (1965). Intimidad de los parques. Argentina/Perú.
CORTÁZAR, J. (2000a). Cartas 1(1937-1963). Buenos Aires: Alfaguara [edición a cargo de Aurora Bernárdez].
CORTÁZAR, J. (2000b). Cartas 2 (1964-1968). Buenos Aires: Alfaguara [edición a cargo de Aurora Bernárdez].
CORTÁZAR, J. (2015 [2010]). Cuentos completos I (1945-1966). Madrid: Alfaguara. 3.ª ed.
FERNÁNDEZ, M. A. y SABANÉS, D. (2014). Julio Cortázar y el cine: ventanas a lo insólito. Impossibilia, 7, 102-120.
HARSS, L. (1968). Los nuestros. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
LÓPEZ PETZOLDT, B. (2014). Los relatos de Julio Cortázar en el cine de Ficción (1962-2009). Madrid/Frankfrut am Main: Iberoamericana/Vervuert [Nexos y Diferencias].
MAHIEU, J. A. (1980). Cortázar en cine. En MARAVALL, J.A. (director), Cuadernos Hispanoamericanos. Revista mensual de cultura hispánica, 364-366, 640-646. Madrid: Instituto de Cooperación Iberoamericana.
PEÑA, F. M. (2003). Generaciones 60-90: cine argentino independiente. Valencia: Ediciones de la Filmoteca (Instituto Valenciano de Cinematografía Ricardo Muñoz Suay) [2 tomos].
SÁNDEZ, M. (2010). El cine de Manuel: un recorrido sobre la obra de Manuel Antín. Buenos Aires: Capital Intelectual.



Laura Ros Cases



Laura Ros Cases (Murcia, 1994) es Graduada en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de Murcia y estudió diversas asignaturas de Literatura Inglesa y Norteamericana en la Escuela Superior de Lenguas Extranjeras Samuel B. Linde en Poznan, Polonia. Actualmente está cursando el Máster en Literatura Comparada Europea en la universidad de su ciudad natal y dedica su tiempo libre al cine, el teatro y la fotografía.



*La segunda entrega será el próximo domingo.





RECOMENDACIÓN 78: EL JOVENCITO FRANKENSTEIN

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…y si el nieto de Frankenstein fuera 
un notorio y brillante cirujano?




La historia que Mary Shelley concibió en una velada de amigos en Villa Diodati ha trascendido más allá de los años y las generaciones afectado a todas las artes y disciplinas como el teatro, la música o el cine. 

Dentro del cine la figura de Frankenstein entró en los años 30 junto al resto de películas de terror como Drácula, El Hombre Lobo o La Momia. Las primeras versiones están tremendamente sesgadas y en ellas no aparece la candidez que caracteriza al monstruo ni las historias de amor que hay en el trasfondo de la trama.
Una adaptación al cine más fiel podemos encontrarla en la dirigida por Kenneth Branagh, de la que hablamos en un Literatura y Cine en febrero de 2015.

Todo lo contrario sucede con El Jovencito Frankenstein. Aquí tenemos una magnifica fusión entre la obra de Shelley, las películas de terror de los años 30 y el genuino humor de Mel Brooks y Gene Wilder.

El génesis de esta película comienza en el rodaje del anterior proyecto de Mel Brooks,  Sillas de montar calientes, cuando Gene Wilder está escribiendo el guion de una historia basada en el nieto del Doctor Frankenstein, Brooks se interesa por ella y terminan haciéndola realidad en El jovencito Frankenstein.

Uno de los puntos fuertes del film es que no se trata de un remake de Frankenstein, sino que nos cuenta la historia de su nieto, que ha conseguido convertirse en un científico de provecho e imparte clases en la universidad. Gene Wilder encarna a un Frankenstein que huye del pasado de su abuelo y para hacerlo pretende ocultar sus orígenes cambiando la pronunciación de su apellido:





En este momento nuestro protagonista tiene que volver a la casa de su abuelo que casualmente se encuentra en un castillo en Transilvania. Toda la secuencia del viaje hasta el castillo está copiada del “Drácula” de Bram Stoker y su película homónima del año 1931 protagonizada por Bella Lugosi donde se parodian las supersticiones del pueblo adyacente y el viaje a través del bosque con los lobos aullantes.



Si leemos el libro de Shelley podemos comprobar que el laboratorio del Doctor Frankenstein no estaba en Transilvania sino en la universidad. Todos estos elementos aparecen por la tradición que se inicia con las películas de terror de los años 30 y que afectan tremendamente al imaginario popular, cambiando el argumento de las obras originales.
Gene Wilder encarna a un Frankenstein tronchante pero seguramente la película estaría coja si no fuera por uno de los mejores personajes secundarios de la historia del cine: Igor.



Interpretado por Marty Feldman, Es el contrapunto absurdo y necesario a la corrección de Frankenstein. Sacando siempre de sus casillas a su jefe. Las leyes de la lógica y la física no funcionan igual con él y siempre tendrá una respuesta ingeniosa que pondrá en duda la brillantez de su jefe.  



No podemos terminar estas líneas sin recordar al actor Gene Wilder que nos dejó el 29 de Agosto de 2016 con un gran legado dentro de la comedia. Afortunadamente, películas como El jovencito Frankenstein permanecerán siempre con nosotros sin perder un ápice de su actualidad. Descanse en paz. 







Samuel Jara






RECOMENDACIÓN 79: JULIO CORTÁZAR Y MANUEL ANTÍN II (por Laura Ros Cases)

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 JULIO CORTÁZAR Y MANUEL ANTÍN:
 UNA AMISTAD ENTRE LITERATURA Y CINE (II)*



La positiva reacción de Cortázar ante la transposición fílmica de «Cartas de mamá» inició una dilatada relación entre Manuel Antín y el escritor que dio pie a la adaptación de otros tres relatos al cine por parte del primero. Así, en 1963 Antín propone a su escritor de cabecera filmar el relato con el que se inició en la obra de este autor. Una carta de Cortázar nos confirma su acuerdo respecto a esta nueva incursión cinematográfica: «Tu idea de filmar “Circe” me llena de secreto entusiasmo (lo de secreto es relativo, porque Aurora sabe cuánto me emociona esa posibilidad); desde luego, si te sigue interesando la idea, como me decís, contás plenamente conmigo para cualquier cosa» (Cortázar, 2000a [1963]: 554-555).

La película homónima del cineasta argentino no podría comprenderse en detalle sin conocer previamente el cuento en el que se basa. «Circe» es uno de los relatos de Bestiario, el primer volumen de cuentos publicado por nuestro autor en 1951 de mano de la Editorial Sudamericana. Las condiciones biográficas en las que se da la composición de este texto son especialmente significativas; tal y como lo declaró el mismo autor, la escritura de dicho relato cumplió una finalidad psicoterapéutica no intencionalmente buscada:

Cuando escribí «Circe» pasaba por una etapa de gran fatiga en Buenos Aires, porque quería recibirme de traductor público y estaba dando los exámenes uno tras otro. […] Hice toda la carrera de traductor público en ocho o nueve meses, lo que me resultó muy penoso. Me cansé y empecé a tener síntomas neuróticos; […]. Noté que cuando comía me preocupaba constantemente el temor de encontrar moscas o insectos en la comida. […] Eso me dio la idea del cuento, la idea de un alimento inmundo. Y cuando lo escribí, por cierto que sin proponérmelo como cura, descubrí que había obrado como un exorcismo porque me curó inmediatamente (Harss, 1968: 269-270).

Esa suerte de fobia, ese detalle nauseabundo será el que conformará el clímax del relato que nos ocupa y el que propondrá una explicación sin confirmarla a los sucesos que transcurren en «Circe». Este texto se centra en dos figuras principales, Mario y Delia, alrededor de las cuales orbitan el resto de personajes de manera secundaria. A través de un narrador desconocido que tenía doce años en el momento de los hechos se nos relata el noviazgo de estos dos jóvenes, de diecinueve y veintidós años respectivamente, al tiempo que se hacen breves incursiones en el oscuro pasado de la muchacha. Esta perdió a sus dos anteriores novios de maneras altamente sospechosas: Rolo Médicis sufrió un síncope nada más salir del zaguán de Delia y Héctor se suicidó en Puerto Nuevo horas después de haber visitado a esta. Por la extraña coincidencia de estos sucesos, además de por el halo de misterio que encubre su vida y la extraña influencia que ejerce sobre los animales, los vecinos del barrio de Almagro difunden rumores sobre ella y cierran puertas y ventanas a su paso. Únicamente Mario, en un acto de desafío que atañe incluso a su propia familia, corteja a Delia y acude a visitarla a la casa familiar de los Mañara. A medida que la relación va ganando en intimidad el lector puede percibir las diversas reacciones que este hecho desencadena: la creciente elocuencia de Delia y su abandono del luto por Héctor, la positiva actitud adoptada por los padres de la novia y el entusiasmo de Mario, surcado por breves episodios de duda ante los chismes y de recelo e intuición en determinados momentos.

Pero si una cosa caracteriza el progresivo avance del noviazgo es la elaboración  de bombones y licores que Delia retoma. Esta cada vez se sumerge más en la creación de sus delicias y se deleita viendo a Mario catarlas, ante la negativa de sus padres de probar sus nuevas recetas. Tras pedirle matrimonio a su novia, el protagonista comienza a recibir anónimos advirtiéndole del fatal desenlace de las anteriores parejas de Delia. Una noche, influido en parte por estos pensamientos e imbuido de la fatal atmósfera del ambiente, Mario decide abrir el bombón que Delia le ofrece por la mitad y descubre en su interior fragmentos de cucaracha triturada mezclados con el mazapán y la menta. En una reacción instantánea este pretende estrangular a Delia mientras oye a los padres de ella expectantes al otro lado de la sala. En un último momento Mario afloja el nudo que atenaza la garganta de la joven y se marcha de la casa, sintiendo pena por los Mañara que, como con Héctor y Rolo, veían frustradas sus esperanzas de ver cesar el llanto de Delia.

Como ya hemos apuntado, la amistad que ambos autores ya se profesaban, unida a las favorables respuestas que recibió La cifra impar tanto por parte de la crítica como del escritor, hicieron que Manuel Antín decidiera filmar el primer proyecto que le asaltó la mente cuando leyó por primera vez a Julio Cortázar. Así, no solo su interés por la plasmación de la memoria y del manejo del tiempo en el cine le lleva a adaptar «Circe», sino también el plano que le afecta más íntimamente. El director sintió una poderosa identificación durante la lectura de este relato, hecho que ha reiterado en diversas entrevistas: «leí un cuento, “Circe”, que me pareció la historia de mi vida... yo en ese momento tenía una novia muy elusiva, en esa época se llamaban novias de zaguán. Y me hacía sufrir mucho mi novia de zaguán. Sentí que había una enorme relación entre ese personaje monstruoso, esa bruja maldita, y esta novia mía» (en Peña 2003: 42, t. 1). La decisión de llevar el cuento a la gran pantalla incluyó un factor decisivo: en esta ocasión Cortázar participaría en la elaboración del guion junto a Antín y a Héctor Grossi. A propósito de esto señala Sández: «La colaboración significó, asimismo, que cada elemento del relato naciera de un pacto, de un intercambio de percepciones y estilos muy enriquecedor para ambos» (2010: 122-123). Y es que, como señala el mismo director, «cuento y película no son ni material, ni espiritual, ni jurídicamente la misma cosa» (Antín, en Sández, 2010: 76). De este modo, Cortázar se propuso realizar el mismo procedimiento que Antín había llevado a cabo en la transposición fílmica de su relato «Cartas de mamá», partiendo únicamente de su no escasa formación cinéfila.

Pronto se encontraron diversas soluciones para salvar el inmenso escollo que suponía la distancia geográfica en el proceso de colaboración; la primera de ellas fue encontrarse en el Festival de Cine Latinoamericano de Sestri Levante (1963), donde Antín presentaba su película estrenada el año anterior Los venerables todos. A este primer encuentro le sucedieron una serie de cartas y un documento de valor incalculable: una fonocarta o carta-tape . En esta grabación el escritor no solo comenta las circunstancias relacionadas con su nuevo cometido de redactor de diálogos cinematográficos, sino que también impregna a su oyente con diversas reflexiones acerca de la literatura, el cine y el arte en general. Una carta emitida a Antín desde París en junio de 1963 explica el cometido buscado por el escritor a su colaborador: «mientras trabajaba, tenía a mi lado el grabador y, cada vez que me parecía necesario, te iba haciendo un comentario oral paralelo, para explicarte ciertas intenciones y, en el fondo, para tener un poco la impresión de que continuábamos el diálogo de Sestri Levante» (Cortázar, 2000a [1963]: 587).

A pesar de que las circunstancias que confluyen en la creación de la película –la colaboración de ambos autores, su completa transposición formal y las magníficas actuaciones del reparto– son excelentes, la recepción de Circe distó mucho de reflejar esa gran labor. Este filme, al igual que los anteriores de Manuel Antín, peca de una falta recurrente, que Cortázar comenta al director con motivo de su segunda película Los venerables todos: «Y yo pensé con amargura que si tu película, tal como está, magníficamente realizada como está, hubiera tendido unas pocas claves al espectador, hubiera condescendido, no a bajar hasta él, sino a hacerlo subir hasta ella, entonces Cannes hubiera sido distinto, y Sestri, y probablemente Buenos Aires» (Cortázar, 2000a [1963]: 588-589). Con este pensamiento en mente escribió Cortázar los diálogos de Circe; sin embargo, a pesar de las buenas intenciones del escritor, el resultado fue igual de hermético para el público, aunque no así para la crítica. La proyección en el Festival Internacional de Cine de Berlín (1964), en el cual la película representaba a Argentina, dio lugar a tres situaciones diferentes: «al público esa actitud elusiva de Circe lo divertía en vez de angustiarlo. No entendían por qué Circe rechazaba la relación sexual»; la crítica, por su parte, comprendió que «se trataba de una metáfora, para ellos Circe era la Argentina, un país solitario habituado a autosatisfacerse»; el jurado, sin embargo, «pidió que Circe fuera excluida de toda perspectiva de premio con el argumento de que podía tener problemas al regresar al país» (Antín, en Sández, 2010: 76). En efecto, la censura intentó suprimir las escenas en que Delia se besa a sí misma en el espejo y en que esta se encuentra desnuda, tapada mínimamente por una sábana en su cama, ya que introdujeron «una sospecha de autosatisfacción. […] Luego de varios meses de idas y venidas, finalmente desistieron de su propósito de prohibición y corte, y calificaron la película para mayores de 18 años» (ibíd.: 76).

La última colaboración entre Antín y Cortázar, la cual supuso el fin de su relación cinematográfica –no así de su amistad–, fue la adaptación de dos de sus cuentos del libro Final de juego (1956): «Continuidad de los parques» y «El ídolo de las Cícladas». El primero de estos relatos, de carácter metaliterario, se encuentra condensado en dos únicos párrafos, por otro lado suficientes para la creación de la intriga narrativa. En este el receptor puede ver a través de una elegantemente construida descripción a un hombre de negocios que retoma la lectura de los últimos capítulos de una novela que había comenzado unos días antes. En este curioso lector, totalmente implicado por el acto que está consumando –y que será llevado hasta sus últimas consecuencias– podemos apreciar un claro reflejo del receptor ideal que Cortázar imagina para su relato, aquel que probablemente «se deja[ba] interesar lentamente por la trama, por el dibujo de sus personajes. […] La ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba […]» (Cortázar, 2015 [1956]: 307). El ficticio lector, tan ficticio como los mismos personajes sobre los que están leyendo, asiste a la reunión de unos amantes que, en una cabaña del monte, planean el asesinato del marido de ella. A su vez, el amante que cometerá el crimen visualiza en las caricias de la mujer «la figura de otro cuerpo que era necesario destruir» (ibíd.: 307). Mientras ambos receptores pasan su mirada por las páginas «como un arroyo de serpientes» (ibíd.: 307), anhelantes por presenciar el desenlace de tal complicación, se encuentran lejos de comprender que ese bosque de robles que se ve tras los ventanales del estudio y esa cabeza de un hombre leyendo una novela en el sillón de terciopelo verde y respaldo alto son lo mismo que está viendo aquel que sujeta un cuchillo entre sus manos.

Por su parte, «El ídolo de las Cícladas» presenta las fatales consecuencias del hallazgo de una arcaica estatuilla en dicho archipiélago griego por dos arqueólogos, el rioplatense Somoza y el parisino Morand, y la mujer del segundo de estos. La idea de explorar estas islas comenzó siendo «una locura romántica nacida en una terraza de café del bulevar Saint-Michel» (Cortázar, 2015 [1956]: 349) y trajo consigo el hallazgo de este ídolo perteneciente al culto del dios Haghesa. El momento del descubrimiento durante una «tarde dorada de cigarras» (ibíd.: 347) en el ficticio valle de Skoros, atravesado anecdóticamente por el parcial desnudo de Thérèse, da paso a una oscura noche de reflexiones en que Somoza revela sus aspiraciones de llegar al artefacto por métodos que superan a la ciencia y al entendimiento. Tras la difícil tarea de hacer pasar el preciado objeto por la aduana, el retorno a París implica el distanciamiento de la pareja respecto al argentino, quien poco a poco comienza a mostrar una actitud extraña y ermitaña. Por añadidura, se deja entrever un posible enamoramiento no correspondido por parte de Somoza hacia la mujer de su compañero, lo cual también explicaría que las pocas visitas a este las realice únicamente Morand. El arqueólogo rioplatense se somete a un aislamiento voluntario en un taller a las afueras de París, donde se dedica insistentemente a la talla de réplicas cada vez más perfectas del ídolo. A este oscuro y retirado lugar acude a visitarlo Morand dos años después de los primeros acontecimientos y cuarenta y ocho horas después de que Somoza le comunique que ha conseguido su fanática esperanza durante el solsticio de junio. Este hallazgo, ocurrido en tan mágica temporalidad, consiste en que «su obstinado acercamiento llegaría a identificarlo con la estructura inicial, en una superposición que sería más que eso porque ya no habría dualidad sino fusión, contacto primordial» (ibíd.: 350). A medida que Somoza intenta explicar lo inefable a su compañero su actitud se vuelve cada vez más errática y sospechosa: en él ha culminado la posesión del rito ancestral, instintivo y primigenio que él mismo está describiendo mientras se desnuda y se dispone a la ejecución del sacrificio de la unión con un hacha, cuya víctima es su propio amigo. Este, cuya mente racional le impide achacar los actos a algo que no sea el deseo amoroso de su amigo por su mujer, reacciona sin embargo con rapidez y asesta un golpe nishi que dispara el hacha contra la frente de Somoza. A pesar de que todo parece haber vuelto a la racionalidad, el prometido derramamiento de sangre en la estatuilla se ha saldado –con una víctima diferente, eso sí– y ahora el rito se adueña de Morand, quien hacha en mano y asimismo desnudo espera la llegada de Thérèse al taller.

Para su nueva película, la última que dedicará a la adaptación de Cortázar, el director decide realizar un cambio de perspectiva y ahondar en el plano psicológico de sus personajes. Si bien este ya había sido el principal objetivo de sus dos anteriores filmes, la diferencia básica es que en este se elimina la motivación fantástica que sustenta los relatos. En su lugar se potencia el triángulo amoroso –el único elemento común a ambos cuentos– entre Teresa, Héctor y Mario, que corresponden a los Thérèse, Morand y Somoza de «El ídolo de las Cícladas» y son interpretados por Dora Baret, Francisco Rabal y Ricardo Blume, respectivamente. Además, se juega con el concepto del adulterio sin nombrarlo, en parte por evitar la férrea censura que ya afectó a «Circe». La historia sigue la trama del primer cuento nombrado y parte del descubrimiento de la estatuilla en las ruinas incaicas de Machu Picchu –y no en las Cícladas griegas, como ocurre en el texto original–. A pesar de que el espectador puede apreciar vestigios de la relación entre los dos posibles amantes en escenas como la de las ruinas, la plaza de toros o la playa, la duda solo asalta a Héctor cuando este lee en la cama a su mujer el relato «Continuidad de los parques», con lo cual se desencadena el trágico final.

La reacción de Cortázar, que en esta ocasión no contaba entre el elenco de guionistas, no se hizo esperar. Las diversas cartas que atestiguan la circulación de los borradores del guion previa a la realización del filme nos desvelan las profundas críticas que el escritor hizo a la tercera transposición de su obra. Si bien consideraba que el libreto era de una calidad magnífica, creyó –y acertó– que Intimidad de los parques sería su obra «más comprometedora, más peligrosamente resbaladiza» (Cortázar, 2000b [1964]: 735). Asimismo, se muestra rotundo en su rechazo a la caracterización únicamente psicológica del drama:

No.
Así, redondo, de amigo a amigo. [...] Las razones son varias, pero todas giran en torno a una que es capital: vos has eliminado toda motivación sobrenatural del drama, y lo has situado en un terreno erótico-psicológico. También lo hiciste en La cifra, pero allí no pasaba nada tremebundo. […] Pero aquí hay una tentativa de asesinato a hachazos, seguida de una muerte horrible y de la premeditación de otra muerte todavía más truculenta. Te lo voy a decir con una imagen: nadie se desnuda y lame un hacha sin estar poseído. En mi cuento, el ídolo es activo, es el que exige los sacrificios. Aquí no se ve más que una turbia cuestión de celos, ni siquiera lo bastante definidos para explicar esa carnicería. […] Comprendo que hacer intervenir una fuerza maligna y sobrenatural es particularmente difícil en el cine, y que en estos casos se está un poco al borde de las «películas de miedo». Pero precisamente en eso está, para mí, el magnífico riesgo de adaptar mi cuento (ibíd.: 723).

Esta objeción, si bien primordial, no es la única que Cortázar hace a la nueva película en proceso. De hecho, considera el mismo título de la película como un «pastiche» que constituirá «un enigma más (muy molesto, muy irritante, muy anti-público) en la serie ya bastante considerable de enigmas que deberá resolver el espectador» (ibíd.: 735). Del mismo modo, desde un inicio se muestra reacio al cambio del lugar de la acción a Perú –«nadie ignora que la religión de los incas no era sangrienta» (ibíd.: 736)– y a la mezcla de los dos cuentos, especialmente a la inserción de uno en otro y a la aparición de su libro Final de juego físicamente en pantalla. Entre otros elementos de la película, Cortázar critica fuertemente la actitud de nadar entre dos aguas, de presentar «una historia psicológica en la que aquí y allá asomaban algunas alusiones inquietantes de orden sobrenatural» (ibíd.: 847). Además, señala que la película se configura en «una serie de momentos inconexos» y se ve reducida a un conjunto «de secuencias casi autónomas, en todo caso sin vida» (ibíd.: 848). Otros aspectos débiles que destaca son la elección de la música, la rigidez de los personajes –aun cuando el reparto le pareció excelente–, la opacidad del texto y la falta de tensión en la acción. En resumen, el autor ve Intimidad de los parques como una «obra muy hermosa pero muy fragmentaria, de la que se sale con un sentimiento desagradable de frustración» (ibíd.: 851).

A pesar de todas estas valoraciones, finalmente Cortázar acepta la última versión del guion propuesto por Antín y se procede al rodaje de la película. Sin embargo, en este se produjeron ciertos acontecimientos que determinaron el poco éxito que posteriormente cosechó el filme. Tal y como afirma el propio Antín en su entrevista con Sández, el rodaje duró tan solo trece días y todo se filmó sin que el equipo pudiera comprobar los negativos día a día como es corriente. Además, la elección de Machu Picchu como ambientación acarreó muchos problemas al director, ya que los efectos de la altura y los hongos generados por la humedad dejaron inservibles el cuarenta por ciento de los negativos (Sández, 2010: 78). La consecuencia fundamental en el resultado final, además de la brevedad de la película, fue un estilo aún más ambiguo y discontinuo que en sus anteriores creaciones. Tal y como señala López, «varias secuencias de la película quedaron truncadas a causa de la pérdida de escenas filmadas, es decir, faltan los puentes lógicos que aclaran las causalidades, […]. Pero desde el punto de vista analítico resultaría demasiado fácil atribuir exclusivamente al infortunio empírico la estructura de la película (López, 2014: 220). De este modo, el montaje de correspondencias empleado tanto en La cifra impar como en Circe sigue en esta obra un principio narrativo mucho más difuso y no presenta un anclaje claro al que pueda atenerse el espectador. Además, la aparición de los flashbacks no va ligada a un reconocimiento del tiempo al que pertenecen, lo cual no hace sino aumentar la ambigüedad general.

Todas estas razones generaron una acogida popular más bien confusa y negativa.  A esto se unió la violenta reacción del público peruano durante el estreno del filme ya que, tal y como señala Antín, «la película fue promovida para su estreno como una película erótica». Al ver frustradas sus expectativas «se produjo una revuelta dentro de la sala de exhibición, los espectadores incendiaron las butacas del cine y salieron en estampida, se armó una trifulca de proporciones» (Antín, en Sández: 2010: 80). El balance definitivo viene por parte del propio Cortázar; tras el visionado de la película, el escritor afirma que «a nadie de los que estaban en la sala le gustó el film. Me parece justo decirte también que nadie negó sus altas calidades, digamos éticas, su tentativa en cuanto a cine de gran calidad» (Cortázar, 2000b [1965]: 846). Mucho más clarificadoras son las palabras que le dedica en otra ocasión:

No he encontrado nada, y te escribo para decirte que tu película, alta y esforzada como es, ambiciosa y sin concesiones como todo lo tuyo, se estrella una vez más en una especie de soledad, de incomunicabilidad que termina por exasperar y fatigar. Lo que en Los venerables todos me había parecido un enigma (o sea, una incapacidad mía de penetrar en tu universo) se vuelve ahora otra cosa, una sensación de fracaso; porque el universo de esta película es también el mío, y ocurre que tampoco consigo entrar en él, tampoco entiendo ni siento nada (ibíd.: 847).

Esa frustración que ya había enunciado en cartas anteriores, esa sensación de fracaso para con el público en la que Antín incurre constantemente es, a mi parecer, la mayor falta que se puede achacar a esta película. El tono es ligeramente distinto al de las anteriores, a pesar de que los procedimientos son los mismos y la intención igual de elevada. Sin embargo, es mejor ver esta película como una contribución al conjunto de la trilogía que Antín dedica a Cortázar, quizá no tan acertada como las dos restantes, pero siempre artística y literariamente significativa.

En definitiva, el análisis de todas estas obras en su conjunto nos permite llegar a dos conclusiones. En primer lugar, el director realiza en sus filmes un desplazamiento del elemento temático fantástico en favor de los procesos psicológicos de los personajes. Del mismo modo, acorde con el espíritu de su generación, este cineasta potencia ciertos temas relativos a la figura del doble, la presencia de la mujer y la infidelidad amorosa. En segundo lugar, y en lo que respecta a la estructura formal de las películas, el manejo de la temporalidad es muy similar en ambos autores, con la añadidura de ciertos mecanismos discursivos más innovadores en el caso de Antín, agrupados bajo la denominación «montaje de correspondencias». A pesar de la barrera que esto supone para el auditorio, poco podemos objetar a las adaptaciones fílmicas del cineasta. No solo el clima de elaboración de estas fue amistoso y enriquecedor para ambos artistas, sino que la fidelidad y coherencia de las transducciones es en su mayor parte admirable. En suma, este ejercicio de intertextualidad narrativa representa un gran beneficio para los admiradores del escritor argentino, ya que permite simultáneamente visualizar los relatos del gran Cortázar y ampliar las expectativas gracias a la lectura antiniana.



*Pincha aquí para leer la parte I.




Bibliografía y filmografía

AGUILAR, G. (23 de diciembre de 2015). El Circe-Tape. Intromisiones de un escritor en el campo de la imagen (La carta oral de Julio Cortázar a Manuel Antín). Informe Escaleno.
Recuperado de <http://www.informeescaleno.com.ar/index.php?s=articulos&id=407>
ANTÍN, M. (1962). La cifra impar. Argentina.
ANTÍN, M. (1964). Circe. Argentina.
ANTÍN, M. (1965). Intimidad de los parques. Argentina/Perú.
CORTÁZAR, J. (2000a). Cartas 1(1937-1963). Buenos Aires: Alfaguara [edición a cargo de Aurora Bernárdez].
CORTÁZAR, J. (2000b). Cartas 2 (1964-1968). Buenos Aires: Alfaguara [edición a cargo de Aurora Bernárdez].
CORTÁZAR, J. (2015 [2010]). Cuentos completos I (1945-1966). Madrid: Alfaguara. 3.ª ed.
FERNÁNDEZ, M. A. y SABANÉS, D. (2014). Julio Cortázar y el cine: ventanas a lo insólito. Impossibilia, 7, 102-120.
HARSS, L. (1968). Los nuestros. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.
LÓPEZ PETZOLDT, B. (2014). Los relatos de Julio Cortázar en el cine de Ficción (1962-2009). Madrid/Frankfrut am Main: Iberoamericana/Vervuert [Nexos y Diferencias].
MAHIEU, J. A. (1980). Cortázar en cine. En MARAVALL, J.A. (director), Cuadernos Hispanoamericanos. Revista mensual de cultura hispánica, 364-366, 640-646. Madrid: Instituto de Cooperación Iberoamericana.
PEÑA, F. M. (2003). Generaciones 60-90: cine argentino independiente. Valencia: Ediciones de la Filmoteca (Instituto Valenciano de Cinematografía Ricardo Muñoz Suay) [2 tomos].
SÁNDEZ, M. (2010). El cine de Manuel: un recorrido sobre la obra de Manuel Antín. Buenos Aires: Capital Intelectual.



Laura Ros Cases



Laura Ros Cases (Murcia, 1994) es Graduada en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de Murcia y estudió diversas asignaturas de Literatura Inglesa y Norteamericana en la Escuela Superior de Lenguas Extranjeras Samuel B. Linde en Poznan, Polonia. Actualmente está cursando el Máster en Literatura Comparada Europea en la universidad de su ciudad natal y dedica su tiempo libre al cine, el teatro y la fotografía.







RECOMENDACIÓN 80: MAGICAL GIRL

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MAGICAL GIRL: 
Se rompió todo




Luego fue verdad, no sueño;
y si fue verdad, que es otra
confusión y no menor,
¿cómo mi vida le nombra
sueño? Pues ¿tan parecidas
a los sueños son las glorias
que las verdaderas son
tenidas por mentirosas,
y las fingidas por ciertas?

Calderón de la Barca, La vida es sueño



Carlos Vermut nos empuja en Magical Girl (2014), su segunda película, a la oscuridad de los pozos. La desazón a la que no se puede escapar, que corroe y te inquieta, y te revela que no existe ninguna seguridad, que las fronteras entre el Bien y el Mal tan solo penden de una voluble decisión. Y todo ello, no envuelto en Surrealismo (no usemos a la ligera el término sin conocer el movimiento), si no en juego. La vida en esa película es un juego tan corruptible como el de Sleuth (Mankiewicz, 1972), y tan ligero como saltar juguetonamente los charcos de la perversión, permitiendo que esta tan solo salpique los elegantes zapatos forrados de raso. Pobre Belle de Jour (Buñuel, 1967).


Bárbara (Bárbara Lennie) y Alicia (Lucía Pollán) quedarán vinculadas como las piezas de un puzzle encajadas a la fuerza; y la normal niña enferma provocará el definitivo hundimiento en la nueva esposa de ropa anudada hasta el último botón del cuello. Luis (Luis Bermejo), un padre soltero entregadísimo, pero de carrera frustrada, otro profesor de literatura en paro, se convertirá, por el deseo de su hija, en un ser maquiavélico; y Damián (José Sacristán), el profesor de matemáticas de Bárbara, siempre estará al lado de su exalumna, y qué sentimiento al saber que las tornas, aunque perdamos la esperanza, cambian.

Pero, ¿qué provoca tanta atracción en esta película? Primero, se la debe felicitar por haberse infiltrado entre el público medio, sus galardones pueblan nuestro horizonte de expectativas; y estrategias comerciales, por supuesto, las habrá, sin embargo, enhorabuena por la jugada ya que no es baladí. Tuve la oportunidad de verla como clausura del Festival REC 2014, una vez más, gracias por el generoso gesto de la organización con la ciudad; y pude comprobar, por los continuos cuchicheos risibles de las personas a mi alrededor, que el nivel de lectura principiante, funcionaba perfectamente. Luego, los cinéfilos vimos por ahí a Buñuel, a El mago de Oz (Fleming, 1939), las referencias literarias… Pero sobre todo, el humor de Vermut. Unos giros de guión desconcertantes, y aunque suene tópico, no apto para todos. Porque como todo juego, Magical Girl puede ser un divertimento complejo, pero un simple entretenimiento; o, más bien, una pequeña muestra de cuán fácil es cambiar de bando, de saber cuánto importan los medios para conseguir el fin.

Y en esta inteligente tomadura de pelo, y no lo digo peyorativamente, en absoluto, es el tono la piedra angular. Carlos Vermut es tremenda y extrañamente hábil en el uso de la seriedad, el humor, la parodia y el esperpento. Y haber adiestrado el humor y la seriedad es haber domado la vida. Y con ello, la frontera. No se deben buscar respuestas a Magical Girl, eso sería de una torpeza increíble, y Vermut acierta en la atmósfera de continuo misterio. El espectador debe solamente mirar, ser voyeur de la tragicomedia de Alicia y Bárbara, de Luis y Damián, y ¿de la suya propia?



Y no importa que la deriva y las maquinaciones de Luis no resulten coherentes o creíbles; o que la recuperación psicológica de Bárbara sea más falsa que su perfecto marido (Israel Elejalde); o que Alicia pidiendo fumar y beber parezca salidos más de una fantasía o sueño que de la realidad. Y no importa porque un soberbio y sabio José Sacristán entrega un personaje total, que no elude ni se esconde, y se convierte en el justiciero de Bárbara, como culmen de la relación sádica y purísima en bajezas que intercambian. Qué más da, si el juego continúa; si ya nadie es bueno, ni es malo; si solo se trata de una fiera que lucha por la vida, y por los sueños. Y ¡ay!, qué magnífica la ambivalente banda sonora, ya era hora que el flamenco se levara. ¡Y el soniquete del karaoke! Terminamos sonriendo.

Anna Montes Espejo




RECOMENDACIÓN 81: LO QUE QUEDA DEL DÍA

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Lo que queda del día
                 
En Lo que queda del día, mister Stevens representa al hombre extremadamente formal,  cauto, contenido. Es un reputado mayordomo que trabaja en la noble mansión inglesa de Darlington Hall. Es el hombre que se prohíbe la espontaneidad, la pasión, en aras de una supuesta personalidad profesional que ejerce como una coraza frente a las incertidumbres de una vida improvisada. A veces, la vida sentimental que quiere evitar crece y se desborda. Entonces, los golpes que recibe los encaja con todo el desdén de que es capaz, pero su interior esconde un dolor indeleble.  

En la película de James Ivory, de 1993, mister Stevens es interpretado por Anthony Hopkins, que está magistral, especialmente en esos momentos de agudo dolor que él distribuye internamente bajo su casi hierático rostro. Emma Thompson compone de forma excelente a ese personaje de miss Kenton, el ama de llaves, esa joven mujer arrasada por una amplísima soledad, que ve en el mayordomo una oportunidad de aliviarla, pero con el que desesperadamente choca. No puede con su carácter rocoso, con sus respuestas sistematizadas, con esa terca negación de las oportunidades que la sucesiva realidad le ofrece. Inútilmente adivina en él un fondo humano, una fragilidad accesible, una corriente de pensamiento encriptada, una humana y saludable tendencia hacia lo incorrecto.


A veces, miss Kenton trata de franquear esa inexpugnable barrera que él ha dispuesto. Una vez, lo sorprende leyendo en la casi penumbra de su despacho. Quiere saber qué libro lee. Es una oportunidad para acceder a sus sentimientos más recatados. Él se resiste a decírselo. Pero - esta vez sí - miss Kenton infringe las servidumbres del llamado respeto. Forcejea con él y le arranca el libro de sus manos. Sospecha que pudiera ser un libro “picante”, pero es una historia de amores románticos, algo también vergonzoso para él, que se defiende: “Leo este libro así como cualquier tipo con el objeto de mejorar mi lenguaje y mi cultura”. Hay que desvirtuar lo espontáneo, forzar su confluencia con una severa actitud profesional. Nunca reconoce cualquier sentimiento que se desvíe de su rígido cauce.

Mister Stevens es el hombre servil que, más allá de su estricta utilidad profesional, de esa condicionada ética que exhibe, aspira a convertirse en nadie. No quiere escuchar las trascendentales conversaciones políticas que tienen lugar en la mansión que gobierna, no se permite tener opiniones, confía ciegamente en su patrón. De alguna manera, lo ama; porque es amable con él, porque lo respeta y solo le pide cosas que están en el ámbito de lo impersonal. Aunque alguna vez tiene que encajar alguna decisión suya con la que no está de acuerdo. En esas ocasiones, calla estrictamente su discrepancia, incluso ante los demás, ante miss Kenton, como cuando echa a dos sirvientas judías presionado por sus antisemitas amistades. O como cuando consiente la humillación a la que lo somete uno de los invitados. Este le hace tres difíciles preguntas de economía y de política internacional para demostrar el absurdo de que se le dé el voto al pueblo en una democracia.

Lord Darlington es un hombre bienintencionado que, tras la Primera Guerra Mundial,  promueve la amistad del Reino Unido y Francia con Alemania. Pero, como dice el congresista norteamericano que asiste a una de las reuniones que organiza en su casa, él es un aficionado. Y tiene razón. El lord no sabe nada de lo que se está cociendo, no advierte que está siendo utilizado. Pero también es verdad lo que contesta, que dejar la política en manos de los políticos profesionales es abandonarla a la codicia y a los intereses personales. Sin embargo, para mister Stevens, cabría contemplar el mundo como algo irrealizable y contradictorio. Él prefiere mantenerse apartado, no opinar y dejar actuar a otros.

La magnífica novela de Kazuo Isihiguro en que está basada la película consiste en un relato en primera persona de mister Stevens. A pesar de su extrema discreción, por todo aquello que nombra escuetamente, vamos haciéndonos la idea de su constreñida personalidad, incluso nos imaginamos lo que calla. La excelente película de James Ivory nos amplía esta visión. Tenemos la oportunidad de verlo a él, sus titubeos, sus irreprimibles milimétricas expresiones. La película, como la novela, funciona como un recurrente flashback que nos acerca a la época de los grandes acontecimientos en la vida de la mansión. Es una mirada retrospectiva que Stevens saborea mientras hace un insólito viaje turístico con el Daimler de su amo, un viaje que tiene como última estación el reencuentro con miss Kenton, después de que muchos años atrás abandonara la casa para casarse.

Mister Stevens viaja con la esperanza de poder llevársela a la mansión. Ella, en sus cartas, le ha hablado de las desavenencias con su marido. La quiere recuperar, pero no solo para la casa que la necesita, sino secretamente también para su vida. Pero, cuando se junta con ella, recibe uno de esos brutales golpes que a su expresión facial no le suponen más que un breve y nervioso pestañeo. En la novela se ha reconciliado con su marido, mientras que en la película va a ser abuela y quiere estar cerca de su nieta. Se rompe así la posibilidad de rehacer aquella vida truncada por los reprimidos gestos, por los indebidos silencios. No hay indiferencia en ella, sino mucho sentimiento en la definitiva despedida, lágrimas que denotan una dolorosa asunción de una vida irrevocablemente extraviada. Hablan del arrepentimiento, de una vida que pudo ser pero ya es irrecuperable.

En esa mirada retrospectiva que desarrolla en el viaje, mister Stevens reconoce como sus mayores satisfacciones aquellos momentos en que ha mantenido su dignidad, en los que no se ha mostrado a sí mismo, sino que se ha mantenido en su actitud impersonal, necesaria. En torno al concepto de la dignidad, gira su pensamiento, la elevación de su existencia, dándole un contenido férreo, una definida fijación. Pone ejemplos y, entre ellos, el de su admirado padre, su forma de comportarse en las situaciones difíciles, su compleja moral. Una vez le preguntan qué es la dignidad y responde: “La dignidad… es difícil de explicar, pero creo que, en realidad, se trata de no desnudarse en público”.

El concienzudo sirviente se mueve por terrenos movedizos. Mientras en la casa se está produciendo una importantísima reunión, su padre – al que tiene bajo sus órdenes – fallece. Stevens cree ver ahí una oportunidad para erigirse en un mayordomo excelso. Apenas desatiende sus obligaciones, llegando incluso a servir al lamentoso diplomático francés que lo busca para aliviar sus molestias en los pies. No tiene un rato para interrumpirse, para estar al lado de su padre.

La grandeza es para él defender el honor del amo, es negarse al más mínimo cotilleo aun cuando hayan pasado años después de haber estado a su servicio e incluso haya muerto. Algunos no comprenden esa distancia que toma y le espetan: “Usted solo ve pasar cosas, sin pararse a saber qué significan.” Pero él siempre pretende mostrarse según las necesidades profesionales que entiende. Por ellas, él, que resulta tremendamente circunspecto, piensa en ponerse a practicar la aptitud para hacer bromas. Ese es el objetivo que le va a restituir la ilusión, después de haber perdido la oportunidad del amor de miss Kenton para siempre. Así termina la novela.   


En la película, hay una escena final que no está en la obra de Ishiguro. En uno de los salones, por la chimenea se ha colado una paloma. Mister Stevens, siempre solícito, con delicado respeto, trata de asesorar a su nuevo patrón sobre el correcto modo de expulsarla. Al fin, la paloma sale por la ventana, asciende por el aire. Mister Stevens se queda mirándola. Es el símbolo de la libertad que él se ha negado.

Javier Puig






RECOMENDACIÓN 82: UN MONSTRUO VIENE A VERME (por Carmen Juan)

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Un monstruo viene a verme


A estas alturas es ya innegable lo que muchos suponían: la última película de Bayona iba a dar mucho que hablar. Un monstruo viene a verme ha sido un rotundo éxito de taquilla, como lo fuera en su día El orfanato o, de modo mucho más aplastante, Lo imposible, pero no se ha librado de las críticas que la tildan de comercial y efectistaSe dice del director que sabe siempre apelar a la sensibilidad —y, para qué negarlo, a la lágrima relativamente fácil— del espectador, que depende en gran medida de los guiones escogidos. No iba a ser diferente en esta ocasión. La historia narrada en este largometraje es una adaptación rigurosa de la novela juvenil del escritor norteamericano Patrick Ness, que en su momento ilustró maravillosa y espeluznantemente Jim Kay y que fue galardonada con las medallas Carnegy y Greenaway.



Se trata, como digo, de una interpretación cinematográfica casi exacta, porque el guion es del propio Ness. En definitiva es un volcado del papel a la pantalla, respetando cronología y diálogos de manera literal, de la historia de un muchacho de doce años que se enfrenta a la enfermedad y la predecible muerte de su madre. En una entrevista en The Guardian, el autor explica cómo recogió el testigo de la escritora Siobhán Dowd, quien paradógicamente falleció de cáncer antes de desarrollar la idea original que cimienta Un monstruo viene a verme. Conor,  interpretado con una pulcritud exquisita por Lewis MacDougall, no debe únicamente asumir algo tan indeseable como la pérdida de un ser querido, que lo arrastra sin remedio y a marchas forzadas a la madurez emocional. Además, debe hacer frente al acoso escolar y reconocer un sentimiento de culpa que nadie se atreve a pronunciar delante de otra persona. 


Como en numerosos (y ya míticos, como La historia interminable) cuentos para niños llevados también al cine, es crucial la aparición de un ser imaginario que acompañe al protagonista en su viaje, y el monstruo, a quien Conor no llega a temer en ningún momento —¿acaso se puede temer algo más que la muerte de una madre?— será el perfecto guía para este viaje hacia la edad adulta. Un tejo adoptará su estado antropomorfo a una hora concreta para ir en busca del niño y contarle hasta tres fábulas «reales» en las que nada es lo que parece, los buenos no lo son tanto y los supuestos malos no son merecedores del castigo. En la película, Bayona aprovecha estos interludios para presumir de una preciosa técnica de animación basada en la acuarela, a cargo del estudio barcelonés Headless, que sorprende y emociona sin embargo solo en el primero de ellos.

Nuestro personaje principal escucha con cierto escepticismo los relatos del árbol y descubre, simultáneamente, que también conoce a una bruja cuyas intenciones no son tan terribles, a un príncipe querido por sus vasallos pero que esconde un violento secreto, o a un hombre invisible que solo desea ser percibido por los demás y resulta ser él mismo. Mientras tanto, la inminencia de la historia que Conor debe contarle al monstruo se hace más y más pesada, ya que su madre (Felicity Jones), no responde al tratamiento y se precipita hacia el oscuro agujero que es la muerte. Cuando se acerca la hora —«casualmente» la misma a la que se aparece el tejo—, Conor se ve obligado a confesar su verdad, esa a la que tanto teme y que no es, o no solo, la muerte de su madre. El niño carga con una responsabilidad que no le corresponde y desea que el sufrimiento termine. El perdón de su abuela (una desaprovechada Sigourney Weaver), la emotiva despedida de su madre y la presencia del monstruo, hacen que Conor comprenda también la lección de la última historia.

A pesar de las contadas licencias del guion con respecto a la novela, como las dotes pictóricas tanto de Conor como de su madre y la omisión del personaje de Lily, fundamental en el libro, poco hay que reprochar al resultado definitivo, salvo quizá el (segundo) final de la película, de cualquier modo prescindible. Más o menos efectista, más o menos comercial y destinada a un público de mayor o menor edad, el mensaje es claro: acabar con el dolor propio es, según la traducción de Carlos Jiménez Arribas, «el anhelo más humano que hay». Y eso no es culpa de nadie.





Carmen Juan

RECOMENDACIÓN 83: LA PRINCESA PROMETIDA

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AS YOU WISH


Hola. Me llamo Íñigo Montoya.
Tú mataste a mi padre.
Prepárate a morir.


Yo tenía 8 años, quizá alguno más, y aquel chico venía a casa a menudo. Yo tenía 8 años -o alguno más- y pillé un resfriado que me mantuvo en cama tres días. Aquel chico vino a verme cada día con su película favorita y la veíamos juntos. Te va a gustar, me dijo. Era alto, rubio, con el pelo un poco revuelto. Vaqueros anchos, camisas ochenteras. Era hijo de unos amigos de mis padres y vivía a tres calles. Su perra era negra y con un pelaje precioso. Venía muy a menudo. Y yo, señores… Yo estaba perdidamente enamorada de mi Westley particular.

“La princesa prometida” (1973) ha sido siempre una de mis novelas favoritas, y no siento menos devoción por la película de 1987, dirigida por Rob Reiner -y más sabiendo ahora lo que para mí suponía volver a verla-. Para empezar, porque es una adaptación muy fiel del libro (el guionista precisamente es el autor, William Goldman), pero sobre todo porque ¿quién no ha disfrutado con la historia que allí se nos contaba a los nacidos en los 80?


Buttercup, la princesa, se crió en una granja de Florín. Sus pasatiempos favoritos eran montar a caballo y atormentar al muchacho que trabajaba en la granja, dice al principio el narrador (y créanme que lo digo de cabeza: me la sé de memoria). El muchacho, Westley, siempre que ella le ordenaba hacer algo respondía “Como desees”, lo que en realidad significaba “Te quiero”. Tras declararse su amor, Westley decide hacer las Américas en busca de fortuna, y deja en la granja a una Buttercup entristecida y que apenas desea ya vivir. Pero antes de llegar a su destino, el temible pirata Roberts aborda el barco de Westley. Y el pirata Roberts nunca hace prisioneros...

Aquí empiezan los spoilers: Buttercup, tras saber el terrible final de su amado, accede a casarse con el príncipe de Florín, Humperdinck, que tiene un plan malvado para incriminar al país vecino, Guilder: matará a su esposa en la noche de bodas y se desatará la guerra entre ambos reinos. Para ello, contrata al siciliano Vizzini, el hombre más inteligente de la Tierra, que a su vez está acompañado del espadachín Íñigo Montoya, y Fezzik el Turco, un gigante de fuerza descomunal. Los tres la secuestran (fingiendo que han sido los guilderianos) y marchan a los Acantilados de la Locura, el camino más directo a Guilder, para abandonar el cadáver de Buttercup allí.

En ese momento aparece en escena “el hombre de negro”, quien intenta rescatar a la princesa, tapado con un antifaz. Allí, en los Acantilados, vencerá al español con la espada; más tarde, en combate cuerpo a cuerpo dejará k.o. a Fezzik, mientras Vizzini huye con la chica (¡Inconcebible!). Finalmente se bate en duelo con el siciliano en una batalla de ingenio. Será “el hombre de negro” quien en esta ocasión mate a Vizzini.

Ambos huyen, mientras la princesa sigue pensando que el extraño personaje es el mismo pirata Roberts. Por ello, cuando tiene ocasión lo empuja por un barranco como venganza por matar a su amado. Cuando él grita "Como desees", Buttercup se lanza también al vacío: ¡Mi dulce Westley! ¿Qué es lo que he hecho?

El príncipe Humperdinck les sigue la pista. Tras varios episodios (siempre me ha encantado el del Pantano de Fuego), el rey apresa a la pareja, y deja libre a Westley a cambio de que Buttercup vuelva con su prometido. Pero Humperdinck miente: Westley es llevado como prisionero al quinto piso del Zoo de la Muerte (en el libro)/la Fosa de la Desesperación (en la película), torturado día y noche con la Máquina, un artilugio que succiona la vida, hasta que muere.

Mientras tanto, Íñigo y Fezzik se reencuentran. El gigante le cuenta que queda poco tiempo para la boda del rey y que el conde Rugen, la mano derecha de Humperdinck, es “el hombre de seis dedos”, a quien Íñigo ha perseguido toda su vida para vengar la muerte de su padre. Por ello, deciden detener la boda y matar a Rugen, pero para asaltar el castillo necesitan el ingenio del “hombre de negro”, puesto que Vizzini ha muerto. Logran encontrar el cadáver de Westley y lo transportan ante el Milagroso Max, que resucita al héroe.

Pero la boda ha terminado: Buttercup se ha casado y planea suicidarse, destrozada al ver que Westley no ha venido a buscarla, pero éste se lo impide en el último momento. Humperdinck entra en la habitación dispuesto a luchar contra el joven, pero Westley hace uso de su ingenio para intimidarle, consiguiendo que Humperdinck se deje atar a una silla mientras huyen del castillo.
Por su parte, Íñigo se enfrenta al conde Rugen en una batalla ya mítica y le vence en un duelo de esgrima, alcanzando así su venganza después de veinte años. Finalmente los cuatro protagonistas se marchan de Florín montados en cuatro caballos blancos.

Ahora vayamos a las diferencias con la novela (preciosa edición, por cierto, la que me regaló JB hace poco y que guardo con sumo mimo, muy cerca de mi cama). El argumento de ambos formatos es el mismo prácticamente, con leves diferencias en los personajes (o sus historias personales), y estos tienen la misma relevancia tanto en el libro como en el filme. Los combates y pruebas de ingenio son muy fieles adaptaciones, y el mensaje que al final se da al espectador en ambas versiones es que el amor acaba triunfando pero no siempre los “malos” son vencidos.

Algunas diferencias que llaman la atención son:

-El príncipe Humperdinck: es bastante más apuesto en la película, y no parece un “barril” ni cojea, como en la novela. Su carácter es similar.
-El pasado de Íñigo Montoya: sabemos gracias a una retrospección que su padre, Domingo Montoya, era el mejor espadero de Toledo, y que el maestro Yeste, de Madrid, le pedía que le realizara los encargos más difíciles. Un día un noble le pidió una espada para una mano de seis dedos, y el noble se negó a pagar su precio. Domingo fue asesinado, y su hijo de diez años desafió al noble, que no lo mató pero lo venció en menos de un minuto. Le dejó dos cicatrices en la cara. A partir de aquello, Íñigo dedica diez años a aprender el arte de la espada, y recorre medio mundo buscando al hombre de seis dedos. A los treinta, deprimido por no encontrarlo, se da a la bebida, y es entonces cuando Vizzini le encontró en una taberna. Todo ello se lo cuenta en la película de forma muy resumida en los Acantilados de la Locura al hombre de negro.
-Fezzik, el gigante, es llamado el Turco, y su historia en la novela se cuenta de una forma más detallada. Su padre descubrió que tenía una fuerza descomunal y lo hace luchador profesional. Cuando mueren sus padres, se une a un circo ambulante, pero lo expulsan porque tiene mucha fuerza. De ahí marcha a Groenlandia, el lugar más solitario de la Tierra, donde Vizzini le encontró (esto sí se cuenta en la película aunque de forma tangencial). En la película, eso sí, Fezzik no tiene bigote, y en la novela no está rimando todo el tiempo con Íñigo. Y qué pena nos dio cuando el actor murió en el 93…


-El Vizzini de Reiner es inteligente, pero no muestra problemas con las piernas ni tiene joroba, como dice Goldman. En un principio, iba a ser Danny DeVito el actor que lo interpretaría, pero finalmente fue Wallace Shawn, que tuvo que aprender bien el acento siciliano para el papel.
-El albino de la Fosa de la Desesperación: en la película, se ríe del futuro lamentable que le espera a Westley. En el libro es el primo de Yellin, el Encargado del Cumplimiento de las Leyes de la Ciudad de Florín y fiel servidor de Humperdinck. Sabedor de que la Máquina del conde es peor que la muerte, el albino le propone a Westley una muerte rápida para acabar con su sufrimiento en el libro, pero éste se niega. En la película su personaje apenas tiene importancia.
-El rey Lotharon, padre de Humperdick, está continuamente enfermo, por lo que despiden al Milagroso Max de la Corte. Su esposa, además, había muerto, y Lotharon había vuelto a casarse con una mujer llamada Bella, a la que Humperdick la llama "madrastra malvada", “MM” para abreviar. Tampoco Buttercup era la primera esposa del rey… (la anterior era calva). Todo esto no aparece en la película. 
-Buttercup conoce al Conde Rugen y su esposa antes de llegar al reino en el libro: acuden a la granja de la chica para ver a Buttercup de cerca. La mujer le pide a Westley que le enseñe cómo alimenta a las vacas, y es cuando Buttercup se pone celosa y se da cuenta de que está enamorada del muchacho. Esto no aparece en el filme. El Conde Rugen en la novela aparece como Ty, pero en la película Humperdink siempre lo llama Tyrone.
-En el mejor beso también hay diferencias: Goldman dice que el primer beso entre Westley y Buttercup superó a todos los grandes besos de la historia; Reiner dice que fue el último el que lo consiguió.
-En la película, cuando Westley rescata a Buttercup, le levanta la mano por decir que todavía ama a Westley a pesar de haberse comprometido con Humperdinck. En el libro sí la golpea. Su secuestro dura dos días y recorren el Pantano de Fuego en siete horas; en la película sucede todo en unas horas. En el Canal de Florín, son tiburones los que quieren comerse a la princesa cuando ella se arroja del barco de Vizzini; en el filme son anguilas.
-Los peligros del Pantano de Fuego: en ambas versiones son las erupciones de fuego y los RAG (Roedores de Aspecto Gigantesco), pero se añade un tercero distinto en cada versión: para Goldman, Buttercup cae en las Arenas de Nieve, que tienen una consistencia similar a los polvos de talco y destruyen por asfixia, mientras que para Reiner se sumerge en las arenas resplandecientes o relampagueantes (Goldman habla de este tipo de arenas en el libro, pero dice que no deben confundirse con las primeras, puesto que éstas son húmedas y matan a sus víctimas ahogándolas).


-En el libro es el Zoo de la Muerte (no la Fosa de la Desesperación) el lugar de tortura de Rugen: el Zoo estaba lleno de animales, pero no recibía visitantes. Era subterráneo y tenía cinco niveles según la peligrosidad de los animales. El quinto, donde muere Westley, estaba vacío. Allí, además de quitarle la vida con la Máquina, le queman las manos, le ponen garrapatas… Todas estas torturas no aparecen en el filme. Íñigo y Fezzik desconocen la existencia de la verdadera puerta de entrada al Zoo, por lo que entran por la falsa y tienen que ir bajando de nivel derrotando a los animales hasta llegar al cadáver de Westley. En la película, acceden a la Fosa de la Desesperación aprentando un resorte camuflado en el tronco de un árbol. Íñigo le pide al alma de su padre que guíe su espada.
-En la película, la pastilla milagrosa de Max y su esposa Valerie, que revive a Westley, no tiene duración limitada (en la novela dura 40 minutos el efecto). También hay algunas diferencias en cuanto al Milagroso: en la novela lo mejor del mundo para él son los caramelos para la tos; en la pantalla prefiere un buen bocadillo de cordero, lechuga y tomate cuando el cordero es rico y el tomate está en su punto.

Pero quizá lo más reseñable es el final. En la novela, se nos dice:

"Estaban francamente asustados, aunque no había motivos para preocuparse: montaban los corceles más veloces del reino, y ya llevaban la delantera. Sin embargo, eso fue antes de que la herida de Íñigo volviera a abrirse, y de que Westley volviera a recaer, y de que Fezzik escogiera el camino equivocado, y de que el caballo de Buttercup perdiera una herradura. Tras ellos, la noche se llenó con los sonidos crecientes de la persecución..." (capítulo 8). 

Goldman termina así su historia, dejando el terreno preparado para una secuela. En cuanto a Reiner, nos ofrece un final feliz en el que los cuatro jinetes logran huir hacia la libertad y se contempla la posibilidad de que Íñigo se convierta en el nuevo pirata Roberts puesto que, cumplida su venganza, no sabe qué hacer ahora con su vida.

También es importante hacer mención al prólogo del libro: Goldman explica que, siendo niño, enfermó de pulmonía y tuvo que guardar cama durante varios meses. Durante ese tiempo su padre, un barbero que apenas sabía leer, se esforzó cuanto pudo por narrarle el libro que le leía su padre estando enfermo: "La princesa prometida", de S. Morgenstern. La novela fascinó a Goldman hasta tal punto que, cuando creció, quiso hacerse con un ejemplar para regalárselo a su hijo Jason; sin embargo al niño no le gustó. Goldman descubrió que su padre se había saltado algunas escenas y capítulos porque ralentizaban mucho la lectura. Decidió, pues, adaptarlo para que fuese más comprensible y volver a publicarlo. 

Tuvo problemas legales con los herederos de Morgenstern, fallecido hacía más de un siglo, pero finalmente se salió con la suya y consiguió publicar el libro y escribir el guión de la película. Pero todo esto es mentira: Goldman se lo inventó. No existe el tal S. Morgenstern (que es además uno de los seudónimos de William Goldman).

Así Goldman escribió dos historias dentro de "La princesa prometida": una es la principal, la de Buttercup y Westley; la otra, escrita en letra cursiva para diferenciarla mejor, son los "recuerdos" de Goldman cuando su padre le leía la novela, y se van intercalando con la trama principal. 
Todo esto se refleja en la película, aunque de forma diferente: un anciano (el Colombo de cuando éramos niños) visita a su nieto enfermo para leerle "La princesa prometida", al igual que hacía su padre con él y él mismo con su hijo. En las escenas de besos, el nieto interrumpe la lectura porque no le gustan esas cosas, por ejemplo.

He encontrado algunas curiosidades sobre la historia, como que William Goldman escribió el primer capítulo de la segunda parte de "La princesa prometida", titulada "El bebé de Buttercup". Retoma la historia del primer libro, amplía el pasado de Íñigo y cuenta cómo Fezzik va tras un hombre que ha raptado a Waverly, la hija de Buttercup y Westley. No se sabe por qué motivo el autor decidió interrumpirla.
Goldman ha publicado con su nombre y dos seudónimos (S. Morgenstern y Harry Longbaugh). Se exilió a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y en 1983 publicó su segunda y última novela: "Los gondoleros silenciosos". Ha escrito varios guiones de películas, como por ejemplo "Marathon Man" (novela de 1974, película de 1976).
En cuanto al casting para el papel de Buttercup, se valoró a Courtnetey Cox, Whoopi Goldberg, Carrie Fisher (la Leia de las galaxias), Meg Ryan o Uma Thurman. Finalmente fue Robin Wright. Mi querido Íñigo fue Mandy Patinkin, recientemente visto en la serie Homeland (se lesionó las costillas por aguantar la risa en la escena con Billy Crystal (el milagroso Max).
Mark Knopfler, por cierto, compuso la banda sonora. La canción principal de la misma, “Storybook Love”, fue nominada al Óscar como mejor canción original y a su vez, la banda sonora instrumental lo fue a los premios Grammy.
En fin: que es evidente que no puedo ser objetiva con la historia que nos cuentan tanto en la novela como en la película. A mí es una historia que me ha vuelto loca siempre, sobre todo la pasión por la venganza de Íñigo Montoya (¿quién no ha dicho alguna vez su famosa frase?) y el hecho de que no siempre "los malos" mueren (cosa que sólo se apunta en la película pero que en la novela es muy patente). Lo cuestionable en este caso es que al final mi intento de recomendar un filme se ha convertido en un listado de diferencias entre ambas historias provocado por mi pasión a La princesa prometida. Muy friki todo, sí. 


Pero además -así lo ha querido la casualidad- escribo estas letras estando resfriada, en el sofá de mi casa y con la película proyectada en el televisor, como si de un homenaje a Goldman se tratara. Y lo más curioso es que aún, pasados tantos años, sigo acordándome de aquel muchacho de pelo revuelto que venía a visitarme cuando estaba enferma con su VHS debajo del brazo. Todo vuelve, dicen.

As you wish.

Noelia Illán




RECOMENDACIÓN 84: El banquete macabro según Peter Greenaway (por SaraJ. Trigueros)

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El banquete macabro 
según Peter Greenaway


Es bastante interesante cómo se vienen desarrollando temas más o menos clásicos en formatos artísticos actuales. Esto, en crítica literaria, se denomina transformatio y la cultura anglosajona ofrece un amplio muestrario. Se me ocurren, como ejemplo de rabiosa actualidad, lo que le ha sucedido a Shakespeare en dos series televisivas tan divergentes como son Sons of Anarchy y Game of Thrones. Precisamente, es Shakespeare quien ha servido de puente entre la mitología clásica y las formas modernas (y postmodernas) de esos mismos temas.

A lo largo de la historia de la literatura se entiende por banquete macabro una comida en la que, por altivez o venganza, se ofrece un sacrificio humano que es posteriormente degustado por dioses u hombres. Partiendo de esta aproximación, hay al menos cuatro ejemplos en la mitología clásica que podrían ser variantes de este mismo tema y que, enunciados por el nombre de sus organizadores, serían: el de Tántalo, el de Licomedes, el de Procne y Filomela, y el de Atreo. Los dos primeros fueron realizados para probar a los dioses; los otros, por venganza. El que tiene lugar en la película de Peter Greenaway pertenece a este último tipo, pero ofrece algunas diferencias con respecto a las versiones tradicionales del mito que lo hacen especialmente sugerente. La primera de ellas es que el delito, en principio, se revela a posteriori, mientras que en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante no hay tal revelación.

La transformatio del mito señalado es, además, completa. El galés Peter Greenaway, director conocido por introducir elementos pictóricos o literarios en sus películas, era el mejor ejemplo de cómo el arte contemporáneo dialoga con sus predecesores, de ahí su lugar en esta entrada. En El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante extrae el motivo del adulterio del mito de Atreo y Tiestes e invierte el papel que juegan en él sus personajes. No es el despecho el que motiva el crimen final, sino una situación de presión psicológica llevada al límite: es la esposa adúltera quien obliga a su marido a devorar a su amante para vengar su muerte.

La cinta juega con otros elementos, especialmente extraídos del teatro, además del temático, lo que contribuye notablemente a provocar el reconocimiento del motivo literario cuando éste aparece de manera explícita. Por nombrar algún ejemplo y destripar todavía más el argumento de la obra, Greenaway divide su obra en actos claramente diferenciados, y mantiene casi en todo momento las unidades de acción y espacio. La ilusión teatral está servida desde el comienzo: todo gira en torno a la mesa del dueño de un restaurante y la cámara sólo cambia su rumbo para ofrecer espacios vecinos (la cocina, los aseos, la entrada del restaurante).

Por su parte, los personajes retoman los arquetipos del mito original: el ladrón, Albert Spica, mantiene una correspondencia unívoca con la figura del tirano, pero se aleja de la de Atreo para acercarse a Tereo en tanto que no es él el organizador del banquete, sino el destinatario. Al mismo tiempo, y aunque pertenezca a la otra configuración del mito, las vejaciones constantes a las que somete a su mujer, amigos o empleados tienen similitudes con las del episodio de la violación de Filomela.

Georgina Spica urde su venganza semejante a como la había organizado Procne, y es maltratada al igual que lo había sido Filomela, verdad que se desvela también de forma teatral, al desdoblarse su papel en el de mensajera de sus propias desdichas. Incluso la inocencia de las víctimas del banquete original queda traspasada a la de un niño que es brutalmente apaleado por Spica cuando «el ladrón» descubre la infidelidad de su mujer, si bien no será ofrecido como sacrificio.

La elaboración del banquete, como tantas otras escenas aisladas de la película ―especialmente aquellas que tienen lugar entre los utensilios de la cocina del restaurante―, es también un derroche de medios para crear un ambiente sobrecargado que potencia el efecto final. Éste tiene una función catártica y con un fuerte potencial para mover al espectador, incluso siendo éste conocedor del mismo, como es vuestro caso si habéis llegado hasta aquí.




En definitiva, Peter Greenaway rompe en el planteamiento de la escena con la complicidad entre espectador y creador, pues el banquete con carne humana es ofrecido sin que haya posibilidad de duda. No se le desvela tras la consumación del mismo, lo que supone otro cambio con respecto a prácticamente todas las versiones literarias que lo preceden, y no es sino una forma de diferenciarse de la tradición en la construcción de la obra de arte.


Para mentes vengativas con espíritu gourmet y gente sin escrúpulos, la cena está servida y al punto. Sin entrantes.


Sara J. Trigueros

RECOMENDACIÓN 85: "The End of the Tour, una aproximación al hombre David Foster Wallace" (por Javier Puig)

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The End of the Tour
una aproximación al hombre David Foster Wallace



Es The End of the Tour (2015) una aproximación al novelista norteamericano David Foster Wallace, considerado el mejor escritor de su generación, conocido especialmente por su mastodóntica novela La broma infinita
La película se basa en el libro que publicara el periodista David Lipsky dos años después de la muerte del autor, acaecida el 12 de septiembre de 2008, cuando Wallace no pudo superar su enésima depresión y se ahorcó en su casa. Ese libro era el relato de una larga entrevista que le realizó para Rolling Stone, poco después de la publicación en 1996 de su libro más exitoso, y que finalmente no se publicó. La película dirigida por James Ponsoldt añade, al acercamiento intelectual que realiza el joven periodista al insigne autor, los atisbos de una relación humana profunda que se desarrolla en unos pocos días de íntima convivencia. La recreación que hace Jason Segel de Foster Wallace es realmente meritoria. Consigue darle al personaje esa singular presencia que vemos en las entrevistas colgadas en youtube pero también esa otra invisible que intuimos, esa forma forzada de vivir que vislumbramos en sus declaraciones más íntimas.

David Lipsky acompaña a Wallace en su gira, duerme en sus hoteles, comparte veladas con sus amistades, es acogido en su casa. La relación que se establece entre ellos está impregnada del peligro que siente el escritor por la imagen que se pueda dar de él en la revista. Mide sus palabras, quiere dejar bien clara su posición humilde, su condición de hombre corriente, y teme al sensacionalismo al que propenden los medios. Sobre su libro aclamado, lo primero que dice es: “Esto es bonito. Esto no es real”. En otro momento informa: “Soy como cualquiera y esa es mi mejor cualidad”. Lipsky lo encuentra como perdido en una ansiedad de bajo nivel que no puede disimular. Su actitud ante él es de perplejidad. Su única justificación para considerarse un hombre cualquiera es la manifestación de su fragilidad, de sus contradicciones, ese parecer que su prodigiosa mente esté encerrada en un cuerpo y una mente como de niño gigante. Y es que Wallace tiende hacia la frivolidad. Reconoce que no tiene televisor en su casa porque es adicto a la caja tonta y si lo tuviera no haría nada más que verlo. En una salida, el periodista y las amigas del escritor tienen que soportar en el cine la visión de una estúpida película de acción que él ha elegido. Y no lo hace por extravagancia, sino que él, capaz de las más altas disquisiciones intelectuales, de derrochar imaginativa erudición en sus libros, es propenso a engancharse a los limitados valores de muchas invenciones cinematográficas o televisivas.

En ese tiempo vive solo: “Cuando quieres estar solo para escribir, acabas utilizando a la gente. Los atraes o los rechazas según los necesitas”. Sus consideraciones éticas son continuas. Tiene la sensación, cuando habla, de andar sobre el alambre. No quiere interpretaciones erróneas. Sobre la imagen que quiere dar, Lipsky le cuestiona sobre la badana que siempre lleva en la cabeza. Wallace cree no mentir cuando dice que más que un artificio es el signo de una flaqueza. Le da mucha importancia a la relación que mantiene consigo mismo a la vez que la que refleja en el mundo: “¿Y si me vuelvo una parodia de mí mismo?”. Porque sabe muy bien que  “los escritores son muy crédulos cuando los halagas”. 

En una de sus conversaciones, Wallace habla de una de sus crisis, la que tiene a los veintiocho años, cuando ya ha tenido éxito con su primera novela, de los intentos de suicidio y su adicción al alcohol: “Mi ego estaba atrapado en la escritura. Era lo único del universo que me obsequiaba con alguna gratificación. Me sentía atrapado. Mi vida estaba acabada con veintiocho años”. “Yo era una persona que consideraba que había agotado ya un par de formas de vivir y se quería suicidar. No fueron las drogas ni el alcohol. Fue más bien que había vivido una vida increíblemente americana. Esa idea de que si podía lograr X o Y o Z todo estaría bien. Lo alternativo es la muerte (cuando te tiras de un edificio en llamas)”.

Escena de la película
Wallace pretende ser humilde, incluso cuando escribe ese libro de más de mil páginas lleno de potencia creativa que es La broma infinita. Cuando habla de sus posibles logros, de su complejidad  elevada, inmediatamente aclara: “Di que esto es lo que el libro intenta conseguir no que lo haya logrado”.  Lipsky no lo cree del todo y le espeta: “Te sientes que eres más listo que los demás. Contienes tu inteligencia”. Pero Wallace lo tiene claro: “Mi mejor cualidad como escritor es que soy un tipo cualquiera”, dice seguro. “Los escritores no son más listos que otras personas. Pueden ser más convincentes en su estupidez o en su confusión. Una cosa en lo que me he hecho más listo  es en no creer que sea más listo que los demás”. Y además, es consciente de cuál debe ser, como escritor, su actitud ante el mundo: “Percibir que la vida consciente de otros no sea tan intensa como la mía no me hace buen escritor”. Le da miedo la fama: “Lo peor de atraer mucha atención es el temor de atraer la mala atención”.  A lo que teme más es a acabar sintiendo que cada axioma de su vida ha resultado ser falso y que en realidad no hay nada.

A lo largo de esos días, la relación sufre diversos vaivenes. Hay momentos en los que la buena voluntad de David Lipsky parece que se ha hecho realidad, que su esfuerzo de simpatía logra cumplirse, pero en otros, hay malos entendidos, incluso celos, como cuando una amiga de Wallace habla con él. El escritor se equivoca: piensa que está ligando. Ello conlleva bastantes horas de no hablarse. Es duro, porque tienen que convivir, viajar juntos en esa gira promocional, pues Foster, a pesar de esa decepción, no rompe con su compromiso.

Durante esos días de convivencia, David Lipsky tiene contactos con el exterior. Llama a su pareja, pero también habla con el jefe de redacción de su revista. Este quiere una entrevista jugosa, alguna primicia, algún escándalo, cómo no. Le insiste en que le pregunte a Wallace si es un habitual del consumo de drogas. Lipsky se siente incómodo. Esos días, pocos pero intensos, han grabado en él la sensación de un principio de amistad, aunque contenida y muy incierta. Ahora le cuesta ponerse en el lugar del sabueso periodista. Le apetece más ir sacando de él aquello que, a tenor de su sentimiento de confianza, espontáneamente le vaya expresando. Pero, finalmente, no se resiste a las presiones y le pregunta sobre ello. Wallace se pone nervioso. Lo preveía, aunque tal vez esperara que, por alguna feliz y victoriosa fuerza empática, no se llegara a producir. Empieza David Lipsky: “Hablas mucho de drogas….”, y él ya sabe qué es lo que quiere obtener de él: que hable de su posible adicción a la heroína. No hay posible confesión porque lo único que puede reconocer es que, a sus veintiocho años, cuando su fuerte crisis, se sentía más y más infeliz. Bebía mucho. Usaba la bebida como anestesia y no como placer. Sí, la única adicción que reconoce es la de la televisión, menos interesante para la galería que la de la heroína. 

Ha llegado el final de esa convivencia. Han estado juntos en las presentaciones de su libro, en los viajes, en las salidas con las amigas, en la universidad donde el escritor da clases de escritura creativa: “He gastado un montón de energías en dar clases estos dos años, y de alguna manera esforzándome en ser humano”. Ahora al David periodista le toca volver. La sensación es contradictoria. Por una parte, le parece que ha logrado acercarse a ese ser inteligente, creativo, triste, ético, complejo; pero por otro lado sabe que no ha logrado traspasar la barrera de su soledad. Al despedirse, intenta un abrazo que resulta fallido. Atrás se queda ese hombre que sorprendentemente le ha hablado de que le gusta ir a bailar a un centro religioso. Las últimas imágenes que quiere conservar de él, cuando lo recuerda al cabo de los años y ya está muerto, son las que le proporciona su imaginación: David Foster Wallace bailando, feliz, rodeado de gente amistosa, sencillo, corriente, en perfecta comunidad, superando momentáneamente el terrible pozo al que lo aboca su más oscuro ser.

Javier Puig






RECOMENDACIÓN 86: EL COLOR PÚRPURA

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EL COLOR PÚRPURA

Creo que Dios se enfada si pasas 
ante el color púrpura en el campo sin fijarte en él. 
Shug Avery



El color púrpura es una novela de Alice Walker (1982), ganadora del Premio Pulitzer en 1983. Walker fue la primera persona de raza negra que lo conseguiría. La obra fue llevada al cine de la mano del director Steven Allan Spielberg, con gran éxito, aunque no exenta de polémicas.

La novela epistolar tiene como base las cartas que la protagonista, Celie, le escribe a Dios y a su hermana Nettie. La historia abarca 30 años de su vida, una vida marcada por el racismo, los abusos sexuales, los malos tratos físicos y psíquicos.
Alice Malsenior Walker nació en 1944 en Eatonton (Georgia, USA), y es la octava hija de Willie Lee y Minnie Talulah, que eran nietos de esclavos y aparceros en una pequeña comunidad granjera sureña. Su familia tiene sangre Cherokee, escocesa e irlandesa.

Quizá las vivencias en el seno familiar de la escritora influyeran a la hora de escribir esta novela, que recomiendo que leáis.  La relación con su padre fue bastante conflictiva, sobre todo cuando la novelista se declinó por la escritura o temas intelectuales.  Su madre no llegó a soportar los malos tratos del marido y la llevó a fugarse de la casa.
A los 8 años, y cuando jugaba con sus hermanos a vaqueros e indios, uno de ellos disparó a Alice con una escopeta de perdigones y la dejó ciega de un ojo. El suceso la hizo ser una niña retraída. En la mayoría de sus obras retrata la vida de mujeres negras a principios del siglo XX, y sus poemas llevan como temas el amor, el suicidio, los derechos humanos y África. Está considerada como una activista de los movimientos pro-derechos humanos y de la causa de las mujeres negras.

La novela, de 246 páginas, comienza así: 

No se lo cuentes a nadie más que a Dios. A tu mamá podría matarla.

Querido Dios: Tengo 14 años. Soy. He sido siempre buena. Se me ocurre que, a lo mejor, podrías hacerme alguna señal que me aclare lo que me está pasando. Un día mi papá vino y me dijo: “tú vas a hacer lo que tu mamá no hace”. Y me puso en la cadera esa cosa y empezó a moverla y me agarró los pechos y me metía la cosa por abajo y, cuando yo grité, él me apretó el cuello y me dijo: “calla y empieza a acostumbrarte”. Pero no me he acostumbrado. Y ahora tengo dos hijos de mi papá. Un bebito llamado Alain, que me quitó mientras dormía. Y una bebita llamada Olivia que me quitó de los brazos.

Así de cruda es la vida de Celie (Whoopi Goldberg), en una comunidad negra de los Estados Unidos, allá por el año 1909. La mujer de aquella época vivía en un mundo de hombres, donde tenía un papel secundario respecto al hombre negro, que ocupaba también un papel secundario en el mundo blanco.
La novela continúa con la muerte de su madre. El padre la obliga a casarse con Albert (Danny Glover), un viudo con varios hijos. En un principio Albert está interesado en casarse con Nettie, la hermana pequeña de Celie, pero el padre se niega y tiene que conformarse con casarse con Celie, que ve como su vida será muy parecida a la que tenía en casa de sus padres. 

Se convertirá en una mujer antes de tiempo, que debe ser sumisa a los antojos del marido, además de soportar los malos tratos de un esposo despiadado y de unos hijos malcriados. El único consuelo que tiene será la visita de su hermana Nettie (Akosua Busia), que será como un soplo de aire fresco en su triste vida. Sin embargo, poco le durará esa mínima felicidad, pues la pequeña tiene que huir para evitar los abusos sexuales del cuñado Albert, quien pretende dominarla a cambio de dejarla vivir en su casa.

Nettie se niega y, es entonces, cuando Albert les jura a las dos hermanas que jamás volverá a pisar su casa y que nunca sabrán la una de la otra. Durante años, la única esperanza que logra mantener en pie a Celie es el deseo de recibir noticias de su hermana, pero éstas nunca llegaban a sus manos, ya que el marido custodiaba el correo y nunca le permitía acercarse al cartero.
La existencia dramática de Celie da un giro inesperado cuando llega a su vida la amante de su marido, una mujer llamada Shug Aveery (Margaret Avery). La cantante de jazz enferma y la recuperación caerá sobre los hombros de Celie. Shug es una mujer negra fuerte, hermosa, decidida y la única que puede someter a Albert a sus deseos.

La amistad entre Celie y Shug es un poco amigable al inicio de la llegada de la cantante, pero poco a poco nacerá entre ellas un vínculo que cambiará la vida de Celie. Cuando ya está recuperada Shug y a punto de irse, Celie le revela los abusos sexuales a los que Albert la somete y es entonces cuando la cantante entiende por qué su amiga tiene esa imagen tan negativa de sí misma y su nula opinión sobre el sexo. Entonces decide demostrarle que el sexo no está basado en el abuso.

Por otro lado, Harpo (Willard E. Pugh), hijo mayor de Albert, se casa con Sophia (Oprah Winfrey), una mujer fuerte, independiente, orgullosa e indomable, decidida a no dejarse pisar por nada ni nadie. Tras muchos problemas matrimoniales, Sophia abandonará a Harpo y se irá con sus hijos a casa de su hermana.
Después de algún tiempo, Shug regresa a la casa de Albert, acompañada de su nuevo marido Grady. Durante su estancia se descubrirá que Albert  ha estado escondiendo las cartas que Nettie le enviaba a Celie y entre ambas amigas trazan un plan para  rescatarlas y poder leerlas. Así es como se descubre que Nettie vive en África con un reverendo y su esposa, y que los hijos que a Celie le fueron arrebatados años atrás viven con el matrimonio y ella.

Celie decide abandonar a Albert, tras descubrir las cartas. Cuando él intenta impedírselo ella lo agrede con un tenedor y le maldice delante de toda familia. A partir de ese abandono comenzará su emancipación. Después de la muerte de Alfonso, que resulta no ser su padre biológico, Celie recibe en herencia la casa familiar, a la que se traslada a vivir y subsiste confeccionando pantalones. Celie se encuentra varias veces con su marido Albert, que se ha arruinado y es un alcohólico. En un acto de arrepentimiento, éste le entrega las últimas cartas de Nettie. 
Por fin ambas hermanas se reencuentran y recuperan una vida juntas que jamás pudieron disfrutar. Para mayor sorpresa de Celie, su hermana viene en compañía de los hijos de Celie, que son ya dos adultos. 

La película (1985) pese a  haber sido nominada a 11 premios de la Academia, no logró llevarse ninguna estatuilla. Fue dirigida por Steven Allan Spielberg, y el guión es de Alice Walker y Menno Meyjes.
Se comenta que Spielberg acabó harto del rodaje de la película en  Carolina del Norte, no sólo por lo grande del proyecto, sino también por las intrusiones de Alice Walker, muy aficionada a meter baza. La escritora no paraba de hacer correcciones sobre la ambientación. Por su parte, Quincy Jones, el responsable de la música, requirió en calidad de productor acceso al trabajo del montador Michael Kahn: “Si no me dejas ver cómo es la película, no podré sentir lo suficiente como para escribir la música”.

El estreno en Nueva York del filme llegó a ser boicoteado por activistas, los cuales plantaron piquetes en las puertas de los cines. Por otra parte, colectivos gays (con la propia Alice Walker a la cabeza) reprocharon a Spielberg el haber minimizado la relación íntima entre los personajes de Whoopi Goldberg y de Margaret Avery. Spielberg le reconocería al director de la revista Entertainment Weekly que eliminó “esas escenas para conseguir una calificación para menores de 13 años, y porque me daba corte filmarlas.”

En cuanto a los actores principales, Whoopi Goldberg es Celie. La actriz protagonista fue descubierta por Spielberg en esta película, tras verla actuar en el teatro. Fue nominada al Oscar y galardonada con el Globo de Oro (1986) por este papel, entre otros premios. Danny Glover es Albert, el marido maltratador. Creo que es uno de los mejores papeles que Glover ha interpretado. Bordó  el hacer de un Albert machista, violento, déspota y desagradable. Margaret Avery es Shug Avery. El papel se le ofreció a Tina Turner, pero ésta había dicho que no. También lo rechazó la cantante Pattie LaBelle. Más tarde surgió el nombre de Diana Ross, pero la escritora Alice Walker no quería ni oír hablar de ella. 

Al final, Spielberg, tras haberla visto  actuar en el teatro, se dio cuenta, según dice Avery, “de que no sólo cantaba, sino que además era una actriz refinada”. Y añade: “No quiero que suene arrogante, pero yo esperaba ser Shug Avery”. Logró el papel, y en el filme interpretó a una pecadora que buscaba el perdón de su padre, además de ayudar a Celie como nadie lo había hecho. 
Un momento estelar, y que te pone el bello de punta, es cuando casi al final de la película Shug se dirige hacia la iglesia donde su padre es predicador, cantando el blues “Dios quiere decirte algo”. 
Oprah Winfrey es Sophia, una mujer fuerte, independiente, orgullosa y decidida a no dejarse pisar por nada ni nadie. La actriz, además de crítica de libros y productora, recibió en 2013 la Medalla Presidencial de la Libertad, la condecoración civil más alta en los Estados Unidos.

En definitiva, la película es una muy buena adaptación de la novela, y se trata también de una historia sobre la superación personal. Aunque quizá lo primero que pensemos es que es una película sobre negros, la película muestra el sufrimiento de una época que marginaba a la mujer, independientemente de su raza. Una historia que se ha convertido ya en un clásico del cine. 

Águeda Conesa




RECOMENDACIÓN 87: HANNIBAL

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HANNIBAL

Le propongo un ejercicio de imaginación. O, más que eso, un esfuerzo por desdibujar ese icono tan potente que es Anthony Hopkins atado de pies y manos y con una horripilante máscara carcelaria. Ha sido leerlo y verlo, ¿verdad? Esos ojos azules, sin fondo; la perversión en su gesto, una sonrisa trágica y vivaz… Pareciera imposible desvincular al actor galés de la esencia de ese fascinante psiquiatra caníbal. Y, en cierto modo, así es: su biografía estará vinculada de un modo inevitable al doctor Lecter. Y Lecter, podría parecernos, será con Hopkins o no será… hasta que apareció Mad Mikkelsen.



Hannibal es una serie de televisión de la estadounidense NBC que se sirve del universo creado por Thomas Harris en Dragón Rojo  y El silencio de los corderos y que, por supuesto, toma referencias visuales de las películas protagonizadas por Hopkins. Tres temporadas que comenzaron a emitirse en 2013 y que, tras 39 episodios, desapareció ­­–aunque su legado aún palpita y son muchos los que piden insistentemente que vuelva-.

Lo primero que necesitaba conseguir Hannibal era hacer olvidar al espectador que el monstruo era Hopkins. Quizá por ello los guiones de la primera temporada no difieren (en estructura) de una ‘serie de polis raruna cualquiera’. A saber: poli necesita ayuda de un asesor extraño, que a su vez necesita ayuda psiquiátrica, para resolver un caso. Poli no tiene ni idea de lo que ha ocurrido, pero asesor extraño tiene una serie de percepciones que le ayudan a resolver el caso y por las que necesita, después, pasar por la consulta de su elegante, discreto y educado doctor.

La propuesta es clave para enganchar: personajes bien medidos; un Hannibal discreto, que roza más al papel de reparto que al personaje protagonista y una expresión estética que hace desear al espectador cada muerte. Porque sí, en Hannibal la muerte es algo más que muerte: es belleza. Con esa primera temporada de ‘presentación’, el espectador ya queda enganchado. Más por la estética que por el propio personaje, aunque los últimos capítulos de la primera temporada ya le sirven para ganar entidad y presentarse como lo que es: un delicioso monstruo.


Las otras dos temporadas ya sí: Hannibal en estado puro. El espectador disfrutará del perfil profundo del personaje, de sus juegos de máscaras con la Policía, cuerpo al que sigue ayudando a resolver crímenes. Reconocerá el iniciado alguna trama relacionada directamente con las películas y los libros, como la que tiene como protagonista a Mason Verger y su particular gusto por el adiestramiento de cerdos o la centrada en el dragón rojo.

La exquisita fotografía, la sobresaliente actuación de Mikkelsen y el resto del reparto, lo osado de la propuesta y la originalidad de la revisión del ya clásico hacen de Hannibal una serie que roza lo imprescindible.

Daniel J. Rodríguez



RECOMENDACIÓN 88: DESMONTANDO A HARRY

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Desmontando a Harry es una película del prolífico Woody Allen. Podría resumirse en una ácida crítica al mundo intelectual por parte de Allen y protagonizada por él mismo. 


El film nos habla de la frustrada vida de Harry Block, un exitoso escritor de novelas que se inspira en sus propias experiencias personales para escribir sus historias. Este hecho hace que varios de sus familiares y amistades se sientan molestos con él al ver reflejados detalles de su intimidad en los libros. Un día Harry recibe una invitación de su antigua universidad, de la que fue expulsado, para realizarle un homenaje por su fructífera carrera literaria. Ante la perspectiva de tener que acudir en solitario al acto, Harry comienza a buscar desesperadamente a alguien que le acompañe.

La película, que en su versión original se titula ‘Deconstruyendo a Harry’, toma la corriente filosófica del deconstructivismo del francés Jacques Derrida consistente en el análisis psicológico mediante la descomposición en piezas para una mayor comprensión de las partes que integran el conjunto.

En la figura de Harry se aglutinan todos los tópicos del escritor empezando por su apellido, Block, que hace referencia al bloqueo del escritor. Harry tiene una gran ego acompañado de una visión muy subjetiva donde él es lo más importante. No se para a pensar en los demás y el daño que puedan causarle sus acciones, todo está bien si es en su beneficio. Además, parodiando a escritores decadentes como Bukowsky u otros muchos, también es aficionado a las chicas de compañía por las que tiene una obsesión enfermiza.

Podemos ver así como su protagonista, Harry Block, desmonta su vida y obra por completo, con ligeras pinceladas aquí y allá de sus experiencias, personajes ficticios, relatos cortos y, sobre todo, confusión entre la vida real y la fantasía literaria.



El ritmo es desde el inicio frenético. Tenemos una constante sucesión de escenas cargadas de diálogos mordaces e inteligentes a los que nos tiene acostumbrados el director. Su guion es sólido y bien estructurado; sus diálogos sobre temas como el judaísmo, el sexo o la muerte, sorprenden al espectador. Acompañando al guion es destacable la ingeniosa técnica narrativa, mezcla de realidad distorsionada y subjetiva del propio artista y de ficción altamente ofensiva y deconstructiva.

Quizá, para quien no conozca de la amplitud de su obra, ésta es una buena película para que surja el interés en el espectador por visionar sus obras anteriores. Esta película forma ya parte de la historia de la comedia con escenas míticas como la historia de aquel hombre desenfocado, una historia que aparentemente puede rozar la ridiculez, pero que si analizamos su trasfondo se nos muestra como una bella metáfora de los secretos más íntimos de Allen.



Samuel Jara



RECOMENDACIÓN 89: CÓMO SER MUJER Y NO MORIR EN EL INTENTO

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CÓMO SER MUJER Y NO MORIR EN EL INTENTO


El envejecimiento y el deterioro físico son terribles, muy duros de aceptar, 
de interiorizarlos y de conformarse.
Carmen Rico-Godoy



Carmen Rico-Godoy (París, 30 de agosto de 1939 – Madrid, 12 de septiembre de 2001) nació cuando los nazis arrasaron Polonia y murió de un cáncer de pulmón. Carmen era la hija de la periodista Josefina Carabias y de un socialista republicano que llegó a estar en prisión por el régimen de Franco hasta el año 1944. Por tal motivo, Carmen pasó sus primeros años de vida con su madre en Biarritz (Francia), estudió Ciencias Políticas en Washington y se casó en 1967 con un argentino; en 1970 se instala en España dedicándose al periodismo.

Carmen Rico-Godoy no fue siempre comunicadora: también fue enfermera, fotógrafa, traductora de español, secretaria y profesora. Entró a formar parte en el año 1971 en la revista “Cambio 16” , y después colaboraría en otras publicaciones de este grupo. En el año 1997 recibió el Premio de Periodismo Francisco Cerecedo de la Asociación de Periodistas Europeos.
En 1966 publicó “La costilla de Adán”, su primer libro de cuentos, pero fue en el año 1990 cuando publicaría su primera novela, “Cómo ser mujer y no morir en el intento”, que tuvo un gran éxito, y más tarde escribiría “Cómo ser infeliz y disfrutarlo” (1991). Ambas novelas fueron llevadas al cine, junto a “Cuernos de mujer” (1992). 

En una entrevista en la que le preguntaban por qué dio el paso de escribir una novela, ella respondió que “libros y periodismo no son incompatibles, ni diferentes. Lo bueno de un libro es que el espacio no es limitado como en un periódico. Tienes la libertad de extenderte lo que quieras y poner los sentimientos por delante, algo que ahora también se hace en la prensa, aunque no me parece adecuado.”

Ante la pregunta de si creía que algunos periodistas no están satisfechos si no llegan a escribir un libro, puntualizó argumentando que “personalmente nunca he hecho eso que se llama literatura y que es algo más elaborado que lo mío. Yo hago cosas que entretienen, ya le he dicho que soy autocrítica. A mí me llamó la editorial Temas de Hoy para encargarme un libro como respuesta a uno de Fernando Tola, que creo que se llamaba “Cómo hacer infinitamente infeliz a un hombre”. Dije que sí y me salió algo completamente diferente. No sabían qué hacer con el libro, porque aunque gustaba, no sabían dónde encajarlo. La cuestión es que se publicó “Cómo ser mujer...” y fue un éxito.”

La novela está escrita con un toque irónico y, desde luego, para las mujeres casadas, con hijos y que trabajen es fácil verse reflejada en algunos casos.  Es una novela muy fácil de leer y bastante entretenida. La leí cuando salió a la venta y fue comentada en un taller de lectura en el que yo participaba por entonces con varias mujeres.  A la gran mayoría de nosotras nos pareció atrevida y bastante real. Claro: eran otros tiempos.

La obra nos relata la vida de Carmen, una periodista cuarentona casada por tercera vez con Antonio. La protagonista, que es muy independiente, tendrá que enfrentarse a bastantes dificultades por el hecho de ser mujer. Carmen tiene dos hijos de anteriores matrimonios y su actual marido tiene un hijo. Intenta llevar la casa, no descuidar al marido, su trabajo, los hijos y las amistades, es decir: trabaja como un hombre, pero en la novela representa el papel de la tradicional mujer casada. Antonio sólo se centra en el trabajo (productor discográfico) y los problemas de casa y de la familia siempre los deja en manos de Carmen.

La novela comienza así:

“Mi vida es bastante complicada. Tengo tres hijos y tres maridos. Siempre me dijeron las brujas y echadoras de cartas que mi número mágico era el tres. Aunque no sé muy bien qué tiene de mágico mi tercer marido, por ejemplo, que es este señor que está tumbado en la hamaca de la playa próxima a la mía y emite ronquidos sin preocuparse del qué dirán”.

Os añado otro trozo de la obra para que veáis lo sarcástica que puede llegar a ser en determinados momentos:

-Dime una cosa, Antonio, ¿por qué me tienes que tocar siempre los cojones de esa manera?
-Siempre me gustó tu manera de hablar delicada y suave, tan femenina.
-¿A ti qué te importa si tengo el período o no?
-Está demostrado que cuando os llega el período estáis más sensibilizadas, más irascibles y perdéis los nervios con más facilidad. Y eso, aunque tú te empeñes en negarlo, es un hecho. No hay por qué ocultarlo ni ofenderse de esa manera. Si tienes el período, pues lo comprenderé y seré más prudente. Aunque en tu caso, Carmencita, no es necesario que te venga para que te salgas de madre sin razón aparente.
-O sea, que además soy una histérica.
-Yo no he dicho que seas una histérica. Lo que he dicho es que de repente pierdes el control y te pones agresiva sin razón.
-Sin razón, no. Casi siempre tengo un motivo.
-¿Qué motivo tenías hoy para ponerte grosera, a ver? Te levantas de mala leche casi siempre. Digamos que por misteriosos motivos biológicos y psicológicos, y yo lo entiendo, por eso intento no hablarte hasta que te has tomado 25 cafés.


“Cómo ser mujer y no morir en el intento” se estrenó en 1991, y ese año obtuvo el Premio Ondas a la mejor dirección novel (la cantante y actriz Ana Belén) y fue nominada a los Goya al mejor guión adaptado y a la mejor dirección novel.

María del Pilar Cuesta Acosta (Madrid, 1951) -más conocida artísticamente como Ana Belén- sólo ha dirigido esta película en su extensa carrera cinematográfica. Cuando se conoció que la película la iba dirigir ella, se creó mucho interés, aunque no tuvo críticas muy favorables. El público la respaldó, llegando a ser una película muy taquillera en el año 1991.

El guión de la película corrió a cargo de la misma Rico-Godoy, y la producción fue de Andrés Vicente Gómez. Entre los actores protagonistas, encontramos a Carmen Maura (Carmen), Antonio Resines (Antonio), Juanjo Puigcorbé (Mariano), Carmen Conesa (Chelo) y Tina Sáinz (Emilia, la asistenta).

La gran Carmen Maura (Madrid, 1945) hizo suyo el personaje como sólo ella sabe. En su trayectoria profesional cuenta con cuatro premios Goya, y el año 2013 el Festival Internacional de Cine de San Sebastián le otorga el Premio Donostia en reconocimiento a su extensa trayectoria.

Antonio Resines (Cantabria, 1954) fue presidente de la Academia de las Artes y de la Ciencias Cinematográfica de España en 2015 y 2016, año en que dimitió del cargo debido a desavenencias con parte de la Junta Directiva. Intentó estudiar Derecho, pero la abandonó por la de Ciencias de la Información. Ha sido galardonado con varios premios, como el Goya en 1997 por “La buena estrella”.

La película es una gran adaptación de la novela y conserva esa ironía que Rico-Godoy le quiso dar a la historia. Se trata de un magistral retrato femenino que se ha convertido en un ya clásico del cine español.


Águeda Conesa Alcaraz





RECOMENDACIÓN 90: UNA NOVELITA LUMPEN (por Sara J. Trigueros)

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TRES APROXIMACIONES A LA LECTURA FÍLMICA DE 
UNA NOVELITA LUMPEN 
DE ROBERTO BOLAÑO



Como una confirmación subvertida de que nadie es profeta en su tierra, Chile hubo de esperar cerca de una década después de la muerte Roberto Bolaño para ver la primera adaptación al cine de una de sus obras. Por supuesto, la primera ha sido una afirmación tramposa, pues el chileno gozó de un relativo éxito en los últimos años de su vida; lo que sí es cierto es que aquél le llegó tarde y ésta se le fue pronto.

Puede parecer que roza el oportunismo venir aquí cinco años después del estreno a hablarles de la traducción al formato audiovisual de una obra menor de un autor del que cada quince días tenemos nuestra dosis de Sálvame Bolaño. Oportunista o no, desde luego, no parece haber mejor ocasión que ésta para devolver a la obra de Roberto Bolaño a la oscuridad abisal por la que el narrador campaba a sus anchas, no sin antes hacer acopio de un buen fajo de cerillas que nos alumbren por los callejones del lumpen, para que sepamos volver cuando nos cansemos de acompañar a Bianca y su hermano, los perdidos letraheridos de Una novelita lumpenIl futuro, tercer filme de la chilena Alicia Scherson, apareció también en el momento idóneo, precisamente cuando Bolaño ya era un ente cercano al mito, aunque los derechos estaban adquiridos desde 2006, gracias a la, en palabras de Scherson, «suerte de que aún no hubiera estallado “la fiebre”».

La traducción operada en el paso de la obra literaria al dispositivo audiovisual puede entenderse desde una doble vía. En una primera instancia, Una novelita lumpen es una obra donde el componente visual (en una tesis doctoral Valeria Vanessa Murgas López dirá pictórico) funciona como un personaje más. Pero en Maciste opera desde dos vertientes, la pictórica por negación (es ciego) y la audiovisual por genealogía (fue un actor de películas de espadas y sandalias). Esto, en Il futuro, cobrará doble importancia al jugar como elemento metaficcional en una suerte de matrioska televisiva.

Un interesante y estudiado nivel de lectura es el del espacio y, más concretamente, el espacio urbano. Una novelita lumpen, publicada originalmente en 2002 dentro del sello editorial Mondadori, pertenecía a una colección donde a cada título se correspondía una ciudad. El centro de la novelita bolañiana es Roma. Al menos allí se ambienta y de allí venía la gloria de la vieja leyenda de Maciste. Sobre este aire italiano hablaban hace algunos años José María Pozuelo Yvancos o Patricia Espinosa, quienes vieron, con acierto, los subtextos fílmicos que hay en la obra literaria, a saber: Cabiria (Giovanni Pastrone, 1914) y Las noches de Cabiria (Federico Fellini, 1957). Si la primera es indudablemente la fuente de inspiración para Maciste, la última lo será para el personaje de Bianca, la joven que busca el ascenso económico en negocios turbios.

En medio de este atolladero de personajes, intereses encontrados y metáforas ecfrásticas no es difícil vislumbrar otro de los grandes temas que cruzan transversalmente la obra de Roberto Bolaño: el mal. A lo largo de la bibliografía del chileno encontramos estas páginas construidas a partir del cine que fue popular en las antesalas del fascismo, pero también la apócrifa literatura nazi y las torturas en los sótanos del Chile de los setenta, por nombrar sólo unos ejemplos y no extenderme indefinidamente. Sin embargo, el mal literaturizado no es necesariamente objeto de denuncia. Podría discutirse si lo es en las obras más claramente chilenas o mexicanas, pero desde luego no lo es en ésta, sino que aparece como una atmósfera densa y al mismo tiempo naïf que, gracias a la presencia del componente visual del que hablaba al comienzo, tan bien supo filmar Alicia Scherson.


Al otro lado queda el argumento, que, como siempre, es lo de menos.

Sara J. Trigueros

RECOMENDACIÓN 91: LÉOLO (por Pablo Cerezal)

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Léolo

Jean-Claude Lauzon (1992)


Fue allá por 1874 que un veinteañero Arthur Rimbaud decidió cambiar para siempre el rumbo de la poesía. Y allá por 1992 cuando un servidor, veinteañero también, decidió quedar por siempre enhebrado al cordel de víscera sonora y latido tornasol que rotulase con tinta el poeta francés.

La Iluminación. Así gusté de llamarlo. Para intentar seducir jovencitas que me negaban el beso y, por supuesto, el sexo que, al fin, es lo que uno mayormente deseaba. Ha venido a mí La Iluminación… ¿no has leído Las Iluminaciones, de Rimbaud?, déjame que te explique… y ella ya encadenaba la caricia rubia de su brazo desnudo a la cintura del guapito del grupo, mucho menos leído que yo, pero de más marcados trayectos abdominales, qué le vamos a hacer.

Curiosamente, a la par que yo descubría a Rimbaud, un inolvidable personaje cinematográfico de nombre Leólo descubría la Poesía, y decidía que Italia era demasiado bonita como para pertenecer sólo a los italianos, que la frente de su amada se extendía hasta el día siguiente de su barbilla y, lo más importante: que porque soñaba, él no lo estaba. Que no estaba loco, o sea, y esto lo aclaro para quien no haya tenido aún el privilegio de gozar de la segunda y, a la par, última obra cinematográfica del malogrado Jean-Claude Lauzon.

Fue, repito, en 1992 cuando el cineasta canadiense decidió despreciar la frecuentemente despreciable lógica del público inyectando en sus venas el ciego veneno de lo poético. Léolo, esa joya fílmica, brotó en las pantallas de medio mundo con la misma violencia con que una cinta de celuloide oxidada rebanaría el cuello de la vulgaridad, salpicando el patio de butacas con espumillón de sangre y purpurina de fragilidad, desordenando los cánones cinematográficos y volviendo locos a los críticos asalariados y los espectadores acomodados (o viceversa).

Muchos, quizá demasiados, han intentado desentrañar por escrito lo que no podría explicarse más que arrancándonos el corazón y mostrándolo a aquel que pretenda apresar con palabras cada uno de los pequeños milagros que se esconden en el filme del que venimos hablando. Porque Léolo habita el flujo sanguíneo de todos los que, alguna vez, soñamos que la vida puede organizarse con el desorden de belleza y transgresión de la Poesía, los que creemos que  nuestro paso por este mundo no tiene más sentido que el de las palabras con que pretendemos narrarlo.

Asistimos, en Léolo, al nacimiento, esplendor e inmolación de un novísimo Rimbaud de la vida: un niño al que sólo llaman Leo Lauzon aquellos que no pueden creer más que en su propia verdad, un crío engendrado por un tomate siciliano y expuesto al sufrimiento de la dieta de vitaminas e inodoro a que le somete su familia, un joven que descansa el flujo vario y variado de sus pensamientos entre los enormes pechos de una progenitora que con la fuerza de un gran barco navega un océano enfermo, un mocoso que se masturba insuflando vida al hígado de un pollo que la perdió hace tiempo, un chaval que escucha la gloria quebrada de Jacques Brel en los surcos de un vinilo al que le falta un pedazo de negra melancolía, un poeta que desordena la vida a su alrededor y precisa de alguien que rescate sus palabras para que podamos apropiarnos de la gloria de su certeza, un chiquillo que desviste de azúcar aquellas románticas tonadas italianas que tarareaban nuestros padres sin comprender su significado, un retoño de aquel Rimbaud que embadurnara también el subconsciente frenopático del Leopoldo María Panero que, aún infante, ya se preguntaba “cuando se apaga la luz… ¿a dónde va lo claro?”, un rapaz que comprende que la verdadera justicia poética consiste en asesinar al propio abuelo que, abusando de edad y moneda, pervierte con su mirada la lozanía de su eternamente amada Bianca, una criatura, al fin, que decide enfrentar la duda que a no pocos de los que nos pretendemos literatos nos asalta cuando la noche es vértigo de alcohol y precipicio de ausencias: ¿escribir para enloquecer o enloquecer para escribir? Afortunadamente, Léolo nos da la clave: porque sueño, yo no lo estoy. Y nos hace comprender que incluso en la más execrable podredumbre, la de la propia vida, puede germinar la floresta locuaz y homicida de La Belleza. Y es que la película que refiero fue criticada por grotesca, desagradable y de mal gusto. “¿Has visto Léolo?”, me preguntaban algunos compañeros de desgracia universitaria y, ante mi respuesta negativa, aseveraban “no pierdas tiempo, seguro que te gusta, es mazo rara”… ya ven, lo que de uno pensaban por aquel entonces no dista mucho de lo que opinan en la actualidad.
Sí, hablamos de un filme de confección premeditadamente lúgubre y feísta que sólo se ilumina gracias a la sonoridad plástica de los pensamientos del joven protagonista y de su anciano sosías: El Domador de Versos.

Qué gran pérdida la del director canadiense que llevó a la pantalla el germen de esa enfermedad llamada Poesía. Jean-Claude Lauzon falleció en 1995 al estrellarse la avioneta que pilotaba contra unas rocas que soñaban ser montaña. No sabemos si hubiese podido replicar la maravilla fílmica de que vengo hablando, o si hubiese acabado como el niño poeta de su película cuando las Iluminaciones que sufrió deslumbraron a sus parientes, o como aquel otro niño poeta, Rimbaud, cuando le alcanzó la decepción.
Lo siento, muy poco iluminado debe estar quedando el texto. Pero no es que pretenda seducir al lector como pretendía seducir, de joven, a las féminas. Es que, inevitablemente, reinauguran danza en mi memoria Las Iluminaciones rimbaudianas, al asistir, embriagado, a la danza liviana que Léolo ejecutaba en pantalla, al ritmo de ese inolvidable Cold, Cold Ground que aúlla Tom Waits en diversos momentos de la película, para que no olvidemos que del barro surge la flor… también. El mismo barro que patease un joven francés que decidió cambiar, por y para siempre, el rumbo de la Poesía, con un surrealismo alejado de la provocación surrealista, un enjambre de imágenes iracundas y un cáliz rebosante de odio en que deberían ahogarse los tibios de corazón.

Ambas obras supusieron para mí lo mismo: la necesidad de seguir escribiendo sin dejar de soñar. Porque la luz, como los versos, como los besos, no habita en la vida que llaman real, si no en esa que crean los poetas a golpe de metáfora. 
Creo que no lo he explicado bien, lo de La Iluminación. Pero no me preocupa. Tampoco nadie me ha preguntado por ello. A mis lectores… seguramente les ocurra igual que a las chicas de mi adolescencia. Pero ahora recuerdo que en una ocasión sí, una chica (¿o fue una lectora?, no sé, no recuerdo) me preguntó, sin darse cuenta, qué era aquello de La Iluminación. Respondí, perdido en sus pupilas, que era simplemente comprender que la luz existe. No hubo sexo, o fue torpe aunque ella lo imaginase sublime. Pero nos enamoramos uno del otro de manera inevitable, a pesar de la vida y el tiempo. Como Léolo de Bianca, como Rimbaud de la decepción.
La Iluminación, ya digo… o de cómo Yo Es Otro.



Pablo Cerezal





RECOMENDACIÓN 92: "SOLARIS" DE ANDREI TARKOVSKI

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TODO LO RACIONAL SE VUELVE LÍQUIDO

ACERCA DE SOLARIS, DE ANDREI TARKOVSKI



En 1972, Andrei Tarkovski realiza su tercer film, Solaris, adaptación del clásico de ciencia-ficción del escritor polaco Stanislaw Lem, y, sin duda alguna, una de las obras maestras más estremecedoras e inapelables de la Historia del Cine. El texto de Lem sirvió a Tarkovski para abundar en aquellas cuestiones nucleares que, película tras película, se fueron confirmando como las principales motivaciones de su cine: el acoplamiento de una conciencia individual en una de mayor escala y de carácter universal; la contraposición del mundo natural a aquel otro artificial, representado por los logros de la tecnología; y la incesante contraposición del conocimiento espiritual al conocimiento científico.


La historia de Kelvin (Donatas Banionis), un científico abrumado por la culpa del suicidio de su mujer que es enviado a la estación espacial de un remoto planeta cubierto de agua para investigar la misteriosa muerte de un médico, es reconfigurada por Tarkovski en la forma de un complejo “itinerario de redención” que persigue desesperdamente una reconciliación con su propia vida. Como sucede en algunos de los principales trabajos del director ruso –véase, por ejemplo, el caso de El Espejo (1975)-, la primera y última escena del relato funcionan mediante criterios de causalidad directa. El film, de hecho, comienza con uno de los paseos matutinos que Kelvin realiza por el lago situado en los alrededores de su casa. Un movimiento de cámara une la imagen de una hoja flotando sobre el agua con la figura del protagonista. A continuación, un corte nos devuelve al agua, esta vez para centrar la atención del espectador en unas algas estiradas por el flujo de la corriente. Apenas si existe acción alguna, solo el acto de mirar, de contemplar lo diariamente advertido y que, a fuer de ser revisitado, adquiere el sentido de un ritual. Desde un principio, Tarkovski refuerza la idea de que mirar es un acto de comunión de Kelvin con la naturaleza, y de que, como consecuencia de esta acción, el mundo es llevado a un momento de orden y de verdad. No por casualidad, es el orden de lo natural el que rodea su casa, de suerte que, en pocos planos, el hogar es definido como el ideal del orden de lo real.

Si, desde esta primera escena, se realiza un salto temporal que salve toda la narración para recalar en la escena final, la introducción realizada por Tarkovski adquiere todo su sentido. En esta última imagen, se observa la turbadora imagen de la casa de Kelvin, rodeada por el Océano del planeta Solaris. El agua del lago mostrada al principio ha sido sustituida aquí por la superficie acuosa del enigmático astro. La conclusión de Tarkovski no deja lugar a dudas: la “casa particular” –la de la conciencia individual, limitada- ha sido incorporada a ese marco de percepción universal representado simbólicamente por el planeta Solaris. La única manera que encuentra Kelvin de superar su culpa es relativizarla mediante su “empequeñecimiento” en un sistema mayor de conocimiento, construido por la suma de todas las miradas posibles.
            
Para alcanzar este “salto de conciencia”, Tarkovski sumerge a su protagonista en el espacio de tensión delimitado por la convivencia de dos tiempos: el de la “encarnación del pecado”, de un lado, y el del “arrepentimiento”, de otro. Efectivamente, nada más llegar a la estación espacial Kelvin comienza a experimentar cómo su culpa adquiere un carácter objetivo frente a sus ojos a través de la encarnación súbita y alucinante de su esposa fallecida. La influencia que el planeta Solaris ejerce sobre todos aquellos que caen dentro de su campo de influencia es enfrentarlos “cuerpo a cuerpo” con sus propios fantasmas: los pensamientos más dolorosos se objetivan ante ellos y adquieren vida propia. De alguna manera su mujer resucita pero solo como la materialización inevitable de su propia culpa, de esa falta de amor que propició su suicidio. En el cine de Tarkovski, el gran reto al que se enfrenta cada uno de sus héroes es literalmente amar la alteridad –lo que el cristianismo ha calificado como “el amor al prójimo”. Y este logro no es bajo ningún concepto posible si, previamente, el individuo no se ha desprendido del obsoleto sistema de conocimiento científico.
            
Junto con Stalker (1979), Solaris es el film de Tarkovski en el que, de manera más explícita se aborda la inferioridad del método científico frente al conocimiento espiritual. En una de las entradas de su Journal, Tarkovski anota: “el conocimiento del mundo no tiene nada que ver con un descubrimiento progresivo de las leyes verdaderas y objetivas. En efecto, las cadenas de este conocimiento pseudoreal impiden nuestro salto hacia la verdad –pues es un camino que va de la verdad hacia el exterior de la verdad. Cuanto más conocemos, más nos sentimos fundados a estimarnos con derecho de fijar las leyes –las cuales nos engañan y nos hacen creer que el conocimiento es posible…”. Lo que plantea Tarkovski a través de Kelvin es un desmontaje sin condiciones ni apriorismos de la estructura racional que rige nuestra percepción del mundo. De manera que la única forma de éxito, de reconciliación con el pasado que encuentra este científico absorto y enrocado en su culpa, es hacer naufragar su razón, llevar su “casa”, su conciencia individual, al centro del Océano de Solaris, convertido en la gran metáfora de su “desbordamiento espiritual”.



 Pedro A. Cruz Sánchez



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