JULIO CORTÁZAR Y MANUEL ANTÍN:
UNA AMISTAD ENTRE LITERATURA Y CINE (II)*
La positiva reacción de Cortázar ante la transposición fílmica de «Cartas de mamá» inició una dilatada relación entre Manuel Antín y el escritor que dio pie a la adaptación de otros tres relatos al cine por parte del primero. Así, en 1963 Antín propone a su escritor de cabecera filmar el relato con el que se inició en la obra de este autor. Una carta de Cortázar nos confirma su acuerdo respecto a esta nueva incursión cinematográfica: «Tu idea de filmar “Circe” me llena de secreto entusiasmo (lo de secreto es relativo, porque Aurora sabe cuánto me emociona esa posibilidad); desde luego, si te sigue interesando la idea, como me decís, contás plenamente conmigo para cualquier cosa» (Cortázar, 2000a [1963]: 554-555).
La película homónima del cineasta argentino no podría comprenderse en detalle sin conocer previamente el cuento en el que se basa. «Circe» es uno de los relatos de Bestiario, el primer volumen de cuentos publicado por nuestro autor en 1951 de mano de la Editorial Sudamericana. Las condiciones biográficas en las que se da la composición de este texto son especialmente significativas; tal y como lo declaró el mismo autor, la escritura de dicho relato cumplió una finalidad psicoterapéutica no intencionalmente buscada:
Cuando escribí «Circe» pasaba por una etapa de gran fatiga en Buenos Aires, porque quería recibirme de traductor público y estaba dando los exámenes uno tras otro. […] Hice toda la carrera de traductor público en ocho o nueve meses, lo que me resultó muy penoso. Me cansé y empecé a tener síntomas neuróticos; […]. Noté que cuando comía me preocupaba constantemente el temor de encontrar moscas o insectos en la comida. […] Eso me dio la idea del cuento, la idea de un alimento inmundo. Y cuando lo escribí, por cierto que sin proponérmelo como cura, descubrí que había obrado como un exorcismo porque me curó inmediatamente (Harss, 1968: 269-270).
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Esa suerte de fobia, ese detalle nauseabundo será el que conformará el clímax del relato que nos ocupa y el que propondrá una explicación sin confirmarla a los sucesos que transcurren en «Circe». Este texto se centra en dos figuras principales, Mario y Delia, alrededor de las cuales orbitan el resto de personajes de manera secundaria. A través de un narrador desconocido que tenía doce años en el momento de los hechos se nos relata el noviazgo de estos dos jóvenes, de diecinueve y veintidós años respectivamente, al tiempo que se hacen breves incursiones en el oscuro pasado de la muchacha. Esta perdió a sus dos anteriores novios de maneras altamente sospechosas: Rolo Médicis sufrió un síncope nada más salir del zaguán de Delia y Héctor se suicidó en Puerto Nuevo horas después de haber visitado a esta. Por la extraña coincidencia de estos sucesos, además de por el halo de misterio que encubre su vida y la extraña influencia que ejerce sobre los animales, los vecinos del barrio de Almagro difunden rumores sobre ella y cierran puertas y ventanas a su paso. Únicamente Mario, en un acto de desafío que atañe incluso a su propia familia, corteja a Delia y acude a visitarla a la casa familiar de los Mañara. A medida que la relación va ganando en intimidad el lector puede percibir las diversas reacciones que este hecho desencadena: la creciente elocuencia de Delia y su abandono del luto por Héctor, la positiva actitud adoptada por los padres de la novia y el entusiasmo de Mario, surcado por breves episodios de duda ante los chismes y de recelo e intuición en determinados momentos.
Pero si una cosa caracteriza el progresivo avance del noviazgo es la elaboración de bombones y licores que Delia retoma. Esta cada vez se sumerge más en la creación de sus delicias y se deleita viendo a Mario catarlas, ante la negativa de sus padres de probar sus nuevas recetas. Tras pedirle matrimonio a su novia, el protagonista comienza a recibir anónimos advirtiéndole del fatal desenlace de las anteriores parejas de Delia. Una noche, influido en parte por estos pensamientos e imbuido de la fatal atmósfera del ambiente, Mario decide abrir el bombón que Delia le ofrece por la mitad y descubre en su interior fragmentos de cucaracha triturada mezclados con el mazapán y la menta. En una reacción instantánea este pretende estrangular a Delia mientras oye a los padres de ella expectantes al otro lado de la sala. En un último momento Mario afloja el nudo que atenaza la garganta de la joven y se marcha de la casa, sintiendo pena por los Mañara que, como con Héctor y Rolo, veían frustradas sus esperanzas de ver cesar el llanto de Delia.
Como ya hemos apuntado, la amistad que ambos autores ya se profesaban, unida a las favorables respuestas que recibió La cifra impar tanto por parte de la crítica como del escritor, hicieron que Manuel Antín decidiera filmar el primer proyecto que le asaltó la mente cuando leyó por primera vez a Julio Cortázar. Así, no solo su interés por la plasmación de la memoria y del manejo del tiempo en el cine le lleva a adaptar «Circe», sino también el plano que le afecta más íntimamente. El director sintió una poderosa identificación durante la lectura de este relato, hecho que ha reiterado en diversas entrevistas: «leí un cuento, “Circe”, que me pareció la historia de mi vida... yo en ese momento tenía una novia muy elusiva, en esa época se llamaban novias de zaguán. Y me hacía sufrir mucho mi novia de zaguán. Sentí que había una enorme relación entre ese personaje monstruoso, esa bruja maldita, y esta novia mía» (en Peña 2003: 42, t. 1). La decisión de llevar el cuento a la gran pantalla incluyó un factor decisivo: en esta ocasión Cortázar participaría en la elaboración del guion junto a Antín y a Héctor Grossi. A propósito de esto señala Sández: «La colaboración significó, asimismo, que cada elemento del relato naciera de un pacto, de un intercambio de percepciones y estilos muy enriquecedor para ambos» (2010: 122-123). Y es que, como señala el mismo director, «cuento y película no son ni material, ni espiritual, ni jurídicamente la misma cosa» (Antín, en Sández, 2010: 76). De este modo, Cortázar se propuso realizar el mismo procedimiento que Antín había llevado a cabo en la transposición fílmica de su relato «Cartas de mamá», partiendo únicamente de su no escasa formación cinéfila.
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Pronto se encontraron diversas soluciones para salvar el inmenso escollo que suponía la distancia geográfica en el proceso de colaboración; la primera de ellas fue encontrarse en el Festival de Cine Latinoamericano de Sestri Levante (1963), donde Antín presentaba su película estrenada el año anterior Los venerables todos. A este primer encuentro le sucedieron una serie de cartas y un documento de valor incalculable: una fonocarta o carta-tape . En esta grabación el escritor no solo comenta las circunstancias relacionadas con su nuevo cometido de redactor de diálogos cinematográficos, sino que también impregna a su oyente con diversas reflexiones acerca de la literatura, el cine y el arte en general. Una carta emitida a Antín desde París en junio de 1963 explica el cometido buscado por el escritor a su colaborador: «mientras trabajaba, tenía a mi lado el grabador y, cada vez que me parecía necesario, te iba haciendo un comentario oral paralelo, para explicarte ciertas intenciones y, en el fondo, para tener un poco la impresión de que continuábamos el diálogo de Sestri Levante» (Cortázar, 2000a [1963]: 587).
A pesar de que las circunstancias que confluyen en la creación de la película –la colaboración de ambos autores, su completa transposición formal y las magníficas actuaciones del reparto– son excelentes, la recepción de Circe distó mucho de reflejar esa gran labor. Este filme, al igual que los anteriores de Manuel Antín, peca de una falta recurrente, que Cortázar comenta al director con motivo de su segunda película Los venerables todos: «Y yo pensé con amargura que si tu película, tal como está, magníficamente realizada como está, hubiera tendido unas pocas claves al espectador, hubiera condescendido, no a bajar hasta él, sino a hacerlo subir hasta ella, entonces Cannes hubiera sido distinto, y Sestri, y probablemente Buenos Aires» (Cortázar, 2000a [1963]: 588-589). Con este pensamiento en mente escribió Cortázar los diálogos de Circe; sin embargo, a pesar de las buenas intenciones del escritor, el resultado fue igual de hermético para el público, aunque no así para la crítica. La proyección en el Festival Internacional de Cine de Berlín (1964), en el cual la película representaba a Argentina, dio lugar a tres situaciones diferentes: «al público esa actitud elusiva de Circe lo divertía en vez de angustiarlo. No entendían por qué Circe rechazaba la relación sexual»; la crítica, por su parte, comprendió que «se trataba de una metáfora, para ellos Circe era la Argentina, un país solitario habituado a autosatisfacerse»; el jurado, sin embargo, «pidió que Circe fuera excluida de toda perspectiva de premio con el argumento de que podía tener problemas al regresar al país» (Antín, en Sández, 2010: 76). En efecto, la censura intentó suprimir las escenas en que Delia se besa a sí misma en el espejo y en que esta se encuentra desnuda, tapada mínimamente por una sábana en su cama, ya que introdujeron «una sospecha de autosatisfacción. […] Luego de varios meses de idas y venidas, finalmente desistieron de su propósito de prohibición y corte, y calificaron la película para mayores de 18 años» (ibíd.: 76).
La última colaboración entre Antín y Cortázar, la cual supuso el fin de su relación cinematográfica –no así de su amistad–, fue la adaptación de dos de sus cuentos del libro Final de juego (1956): «Continuidad de los parques» y «El ídolo de las Cícladas». El primero de estos relatos, de carácter metaliterario, se encuentra condensado en dos únicos párrafos, por otro lado suficientes para la creación de la intriga narrativa. En este el receptor puede ver a través de una elegantemente construida descripción a un hombre de negocios que retoma la lectura de los últimos capítulos de una novela que había comenzado unos días antes. En este curioso lector, totalmente implicado por el acto que está consumando –y que será llevado hasta sus últimas consecuencias– podemos apreciar un claro reflejo del receptor ideal que Cortázar imagina para su relato, aquel que probablemente «se deja[ba] interesar lentamente por la trama, por el dibujo de sus personajes. […] La ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba […]» (Cortázar, 2015 [1956]: 307). El ficticio lector, tan ficticio como los mismos personajes sobre los que están leyendo, asiste a la reunión de unos amantes que, en una cabaña del monte, planean el asesinato del marido de ella. A su vez, el amante que cometerá el crimen visualiza en las caricias de la mujer «la figura de otro cuerpo que era necesario destruir» (ibíd.: 307). Mientras ambos receptores pasan su mirada por las páginas «como un arroyo de serpientes» (ibíd.: 307), anhelantes por presenciar el desenlace de tal complicación, se encuentran lejos de comprender que ese bosque de robles que se ve tras los ventanales del estudio y esa cabeza de un hombre leyendo una novela en el sillón de terciopelo verde y respaldo alto son lo mismo que está viendo aquel que sujeta un cuchillo entre sus manos.
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Por su parte, «El ídolo de las Cícladas» presenta las fatales consecuencias del hallazgo de una arcaica estatuilla en dicho archipiélago griego por dos arqueólogos, el rioplatense Somoza y el parisino Morand, y la mujer del segundo de estos. La idea de explorar estas islas comenzó siendo «una locura romántica nacida en una terraza de café del bulevar Saint-Michel» (Cortázar, 2015 [1956]: 349) y trajo consigo el hallazgo de este ídolo perteneciente al culto del dios Haghesa. El momento del descubrimiento durante una «tarde dorada de cigarras» (ibíd.: 347) en el ficticio valle de Skoros, atravesado anecdóticamente por el parcial desnudo de Thérèse, da paso a una oscura noche de reflexiones en que Somoza revela sus aspiraciones de llegar al artefacto por métodos que superan a la ciencia y al entendimiento. Tras la difícil tarea de hacer pasar el preciado objeto por la aduana, el retorno a París implica el distanciamiento de la pareja respecto al argentino, quien poco a poco comienza a mostrar una actitud extraña y ermitaña. Por añadidura, se deja entrever un posible enamoramiento no correspondido por parte de Somoza hacia la mujer de su compañero, lo cual también explicaría que las pocas visitas a este las realice únicamente Morand. El arqueólogo rioplatense se somete a un aislamiento voluntario en un taller a las afueras de París, donde se dedica insistentemente a la talla de réplicas cada vez más perfectas del ídolo. A este oscuro y retirado lugar acude a visitarlo Morand dos años después de los primeros acontecimientos y cuarenta y ocho horas después de que Somoza le comunique que ha conseguido su fanática esperanza durante el solsticio de junio. Este hallazgo, ocurrido en tan mágica temporalidad, consiste en que «su obstinado acercamiento llegaría a identificarlo con la estructura inicial, en una superposición que sería más que eso porque ya no habría dualidad sino fusión, contacto primordial» (ibíd.: 350). A medida que Somoza intenta explicar lo inefable a su compañero su actitud se vuelve cada vez más errática y sospechosa: en él ha culminado la posesión del rito ancestral, instintivo y primigenio que él mismo está describiendo mientras se desnuda y se dispone a la ejecución del sacrificio de la unión con un hacha, cuya víctima es su propio amigo. Este, cuya mente racional le impide achacar los actos a algo que no sea el deseo amoroso de su amigo por su mujer, reacciona sin embargo con rapidez y asesta un golpe nishi que dispara el hacha contra la frente de Somoza. A pesar de que todo parece haber vuelto a la racionalidad, el prometido derramamiento de sangre en la estatuilla se ha saldado –con una víctima diferente, eso sí– y ahora el rito se adueña de Morand, quien hacha en mano y asimismo desnudo espera la llegada de Thérèse al taller.
Para su nueva película, la última que dedicará a la adaptación de Cortázar, el director decide realizar un cambio de perspectiva y ahondar en el plano psicológico de sus personajes. Si bien este ya había sido el principal objetivo de sus dos anteriores filmes, la diferencia básica es que en este se elimina la motivación fantástica que sustenta los relatos. En su lugar se potencia el triángulo amoroso –el único elemento común a ambos cuentos– entre Teresa, Héctor y Mario, que corresponden a los Thérèse, Morand y Somoza de «El ídolo de las Cícladas» y son interpretados por Dora Baret, Francisco Rabal y Ricardo Blume, respectivamente. Además, se juega con el concepto del adulterio sin nombrarlo, en parte por evitar la férrea censura que ya afectó a «Circe». La historia sigue la trama del primer cuento nombrado y parte del descubrimiento de la estatuilla en las ruinas incaicas de Machu Picchu –y no en las Cícladas griegas, como ocurre en el texto original–. A pesar de que el espectador puede apreciar vestigios de la relación entre los dos posibles amantes en escenas como la de las ruinas, la plaza de toros o la playa, la duda solo asalta a Héctor cuando este lee en la cama a su mujer el relato «Continuidad de los parques», con lo cual se desencadena el trágico final.
La reacción de Cortázar, que en esta ocasión no contaba entre el elenco de guionistas, no se hizo esperar. Las diversas cartas que atestiguan la circulación de los borradores del guion previa a la realización del filme nos desvelan las profundas críticas que el escritor hizo a la tercera transposición de su obra. Si bien consideraba que el libreto era de una calidad magnífica, creyó –y acertó– que Intimidad de los parques sería su obra «más comprometedora, más peligrosamente resbaladiza» (Cortázar, 2000b [1964]: 735). Asimismo, se muestra rotundo en su rechazo a la caracterización únicamente psicológica del drama:
No.
Así, redondo, de amigo a amigo. [...] Las razones son varias, pero todas giran en torno a una que es capital: vos has eliminado toda motivación sobrenatural del drama, y lo has situado en un terreno erótico-psicológico. También lo hiciste en La cifra, pero allí no pasaba nada tremebundo. […] Pero aquí hay una tentativa de asesinato a hachazos, seguida de una muerte horrible y de la premeditación de otra muerte todavía más truculenta. Te lo voy a decir con una imagen: nadie se desnuda y lame un hacha sin estar poseído. En mi cuento, el ídolo es activo, es el que exige los sacrificios. Aquí no se ve más que una turbia cuestión de celos, ni siquiera lo bastante definidos para explicar esa carnicería. […] Comprendo que hacer intervenir una fuerza maligna y sobrenatural es particularmente difícil en el cine, y que en estos casos se está un poco al borde de las «películas de miedo». Pero precisamente en eso está, para mí, el magnífico riesgo de adaptar mi cuento (ibíd.: 723).
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Esta objeción, si bien primordial, no es la única que Cortázar hace a la nueva película en proceso. De hecho, considera el mismo título de la película como un «pastiche» que constituirá «un enigma más (muy molesto, muy irritante, muy anti-público) en la serie ya bastante considerable de enigmas que deberá resolver el espectador» (ibíd.: 735). Del mismo modo, desde un inicio se muestra reacio al cambio del lugar de la acción a Perú –«nadie ignora que la religión de los incas no era sangrienta» (ibíd.: 736)– y a la mezcla de los dos cuentos, especialmente a la inserción de uno en otro y a la aparición de su libro Final de juego físicamente en pantalla. Entre otros elementos de la película, Cortázar critica fuertemente la actitud de nadar entre dos aguas, de presentar «una historia psicológica en la que aquí y allá asomaban algunas alusiones inquietantes de orden sobrenatural» (ibíd.: 847). Además, señala que la película se configura en «una serie de momentos inconexos» y se ve reducida a un conjunto «de secuencias casi autónomas, en todo caso sin vida» (ibíd.: 848). Otros aspectos débiles que destaca son la elección de la música, la rigidez de los personajes –aun cuando el reparto le pareció excelente–, la opacidad del texto y la falta de tensión en la acción. En resumen, el autor ve Intimidad de los parques como una «obra muy hermosa pero muy fragmentaria, de la que se sale con un sentimiento desagradable de frustración» (ibíd.: 851).
A pesar de todas estas valoraciones, finalmente Cortázar acepta la última versión del guion propuesto por Antín y se procede al rodaje de la película. Sin embargo, en este se produjeron ciertos acontecimientos que determinaron el poco éxito que posteriormente cosechó el filme. Tal y como afirma el propio Antín en su entrevista con Sández, el rodaje duró tan solo trece días y todo se filmó sin que el equipo pudiera comprobar los negativos día a día como es corriente. Además, la elección de Machu Picchu como ambientación acarreó muchos problemas al director, ya que los efectos de la altura y los hongos generados por la humedad dejaron inservibles el cuarenta por ciento de los negativos (Sández, 2010: 78). La consecuencia fundamental en el resultado final, además de la brevedad de la película, fue un estilo aún más ambiguo y discontinuo que en sus anteriores creaciones. Tal y como señala López, «varias secuencias de la película quedaron truncadas a causa de la pérdida de escenas filmadas, es decir, faltan los puentes lógicos que aclaran las causalidades, […]. Pero desde el punto de vista analítico resultaría demasiado fácil atribuir exclusivamente al infortunio empírico la estructura de la película (López, 2014: 220). De este modo, el montaje de correspondencias empleado tanto en La cifra impar como en Circe sigue en esta obra un principio narrativo mucho más difuso y no presenta un anclaje claro al que pueda atenerse el espectador. Además, la aparición de los flashbacks no va ligada a un reconocimiento del tiempo al que pertenecen, lo cual no hace sino aumentar la ambigüedad general.
Todas estas razones generaron una acogida popular más bien confusa y negativa. A esto se unió la violenta reacción del público peruano durante el estreno del filme ya que, tal y como señala Antín, «la película fue promovida para su estreno como una película erótica». Al ver frustradas sus expectativas «se produjo una revuelta dentro de la sala de exhibición, los espectadores incendiaron las butacas del cine y salieron en estampida, se armó una trifulca de proporciones» (Antín, en Sández: 2010: 80). El balance definitivo viene por parte del propio Cortázar; tras el visionado de la película, el escritor afirma que «a nadie de los que estaban en la sala le gustó el film. Me parece justo decirte también que nadie negó sus altas calidades, digamos éticas, su tentativa en cuanto a cine de gran calidad» (Cortázar, 2000b [1965]: 846). Mucho más clarificadoras son las palabras que le dedica en otra ocasión:
No he encontrado nada, y te escribo para decirte que tu película, alta y esforzada como es, ambiciosa y sin concesiones como todo lo tuyo, se estrella una vez más en una especie de soledad, de incomunicabilidad que termina por exasperar y fatigar. Lo que en Los venerables todos me había parecido un enigma (o sea, una incapacidad mía de penetrar en tu universo) se vuelve ahora otra cosa, una sensación de fracaso; porque el universo de esta película es también el mío, y ocurre que tampoco consigo entrar en él, tampoco entiendo ni siento nada (ibíd.: 847).
Esa frustración que ya había enunciado en cartas anteriores, esa sensación de fracaso para con el público en la que Antín incurre constantemente es, a mi parecer, la mayor falta que se puede achacar a esta película. El tono es ligeramente distinto al de las anteriores, a pesar de que los procedimientos son los mismos y la intención igual de elevada. Sin embargo, es mejor ver esta película como una contribución al conjunto de la trilogía que Antín dedica a Cortázar, quizá no tan acertada como las dos restantes, pero siempre artística y literariamente significativa.
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En definitiva, el análisis de todas estas obras en su conjunto nos permite llegar a dos conclusiones. En primer lugar, el director realiza en sus filmes un desplazamiento del elemento temático fantástico en favor de los procesos psicológicos de los personajes. Del mismo modo, acorde con el espíritu de su generación, este cineasta potencia ciertos temas relativos a la figura del doble, la presencia de la mujer y la infidelidad amorosa. En segundo lugar, y en lo que respecta a la estructura formal de las películas, el manejo de la temporalidad es muy similar en ambos autores, con la añadidura de ciertos mecanismos discursivos más innovadores en el caso de Antín, agrupados bajo la denominación «montaje de correspondencias». A pesar de la barrera que esto supone para el auditorio, poco podemos objetar a las adaptaciones fílmicas del cineasta. No solo el clima de elaboración de estas fue amistoso y enriquecedor para ambos artistas, sino que la fidelidad y coherencia de las transducciones es en su mayor parte admirable. En suma, este ejercicio de intertextualidad narrativa representa un gran beneficio para los admiradores del escritor argentino, ya que permite simultáneamente visualizar los relatos del gran Cortázar y ampliar las expectativas gracias a la lectura antiniana.
Bibliografía y filmografíaAGUILAR, G. (23 de diciembre de 2015). El Circe-Tape. Intromisiones de un escritor en el campo de la imagen (La carta oral de Julio Cortázar a Manuel Antín). Informe Escaleno.
Recuperado de <http://www.informeescaleno.com.ar/index.php?s=articulos&id=407>
ANTÍN, M. (1962). La cifra impar. Argentina.
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CORTÁZAR, J. (2000a). Cartas 1(1937-1963). Buenos Aires: Alfaguara [edición a cargo de Aurora Bernárdez].
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CORTÁZAR, J. (2015 [2010]). Cuentos completos I (1945-1966). Madrid: Alfaguara. 3.ª ed.
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MAHIEU, J. A. (1980). Cortázar en cine. En MARAVALL, J.A. (director), Cuadernos Hispanoamericanos. Revista mensual de cultura hispánica, 364-366, 640-646. Madrid: Instituto de Cooperación Iberoamericana.
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Laura Ros Cases
Laura Ros Cases (Murcia, 1994) es Graduada en Lengua y Literatura Españolas por la Universidad de Murcia y estudió diversas asignaturas de Literatura Inglesa y Norteamericana en la Escuela Superior de Lenguas Extranjeras Samuel B. Linde en Poznan, Polonia. Actualmente está cursando el Máster en Literatura Comparada Europea en la universidad de su ciudad natal y dedica su tiempo libre al cine, el teatro y la fotografía.